Hace unos días me acordé de Lara. La última vez que hablamos fue hace poco más de un año.

La conocí en 2001 o 2002 en un bolichito de mala muerte frente a la plaza de Libertad que duró un suspiro y al que cerraron vaya uno a saber por qué matufia. Un sábado cualquiera dos amigas me dijeron de ir y fuimos. Ahí estaba ella, acodada en una esquina del antro ese. Jeans, musculosa negra, pelo negro hasta los hombros. Blanca como una muerta. Seria como una pared. La gente gritaba sobre el ruido, se drogaba, tomaba cerveza con granadina caliente mientras sonaban Sombras y la Bersuit. Ella fumába y lo hacía como nadie. El humo se quedaba dentro suyo. A decir verdad, pienso que cualquier cosa viviente hubiese elegido aquerenciarse en ese cuerpo. Me miró, se acercó.
-Si me convidás de eso charlamos un rato- prometió mientras apuntaba a mi vaso de vodka con naranja.
-Es fuerte- Le advertí. Lo tomó como agua pero con la necesidad con la que mama un recién nacido.
-Yo cumplo- dijo y me llevó a un rincón de la mano. Pensé que esa noche la pegaba, que capaz no se daba cuenta de mi pinta de pibe muy verde en todo y apretábamos o mejor aún, garchábamos. También pensé que capaz que ella me afanaba o me llevaba a su casa, me ponía algo en el chupi y yo amanecía en una bañadera cubierto de hielo, con un riñón menos y un papel con el número de la salita de Pontevedra para urgencias. Cualquier cosa es posible en esa zona. Pero a esas alturas no iba a andarme con finezas. No era la calentura lo que me movía. Era un camino inapelable, una certeza, un convencimiento de que fuera lo que fuese había que ir hasta donde estaba ella y someterse y claudicar cualquier orgullo. De afuera se veía como un simple intento de levante común y corriente. Supongo que no cabían dudas de quién se levantaba a quién.

En un rincón espejado mientras me pedía un cigarrillo me dijo que se llamaba Lara, así la conocí. En realidad no se llamaba Lara. Me lo contaría tiempo después. Era el nombre que usaba para levantar, seducir, conseguir tragos, coger sin que nadie la cargoseara después, cuando descartaba al punto de turno. Su alter ego no tan alter. Tenía 22. Vivía con unos tíos. Trabajaba en un maxikiosko. Le gustaba Placebo y No Doubt. Le gustaba el Sabina de 19 días y 500 noches. Era de capricornio. No estudiaba. Odiaba dormir la siesta y que la gente escuchará futbol por la radio. Asi se presentó, todo eso junto. En un minuto. Desarmaba cualquier tipo de charla por exceso de dato. Como algo de esas bandas conocía y Sabina me gustaba, tiré algún comentario que la interesó y me dedicó 10 minutos que se hicieron 20 y luego 40. En algún momento nos dimos un par de besos. Estaba buenísima, era una bomba, acaso la mujer más ferozmente hermosa que me haya cruzado nunca y sin embargo no había onda. No es que fueran malos besos, mal dados, inexpertos. Ni los de ella ni creo que tampoco lo míos. Eran besos de una ficción casi ridícula. Nos miramos sorprendidos, ella y yo. Había una chispa de algo, pero la chispa no alumbraba el manoseo. Conversamos medio incómodos 10 minutos y se hicieron 30 más. Me dio su teléfono. Dije que iba a llamarla. Se fue.

Mis amigas estaban por ahí. No me echaron en falta.

La llamé. Nos vimos. Por esas cosas de la vida terminamos gustándonos para charlar pero no para coger. Nos hicimos amigos. No de esos que se ven y salen de reventón noches enteras. Tampoco de esos que se van de vacaciones o salen cada uno con sus parejas al teatro y a comer. Nos hicimos amigos de charla, de café con la mirada perdida en el horizonte. No nos veíamos mucho, tres, cuatro, a los sumo cinco veces al año. Todas valían la pena. Nos tomábamos un rato para ponernos al día, así como al pasar, porque hasta el más grande amor o la tragedía de una vida se resumen en un comentario de dos minutos. A la larga no le importa más que a uno mismo. Basta con escucharse. Y como ella era de pocas pulgas y se aburría rápido no daba entrar en detalles. Ella daba las coordenadas más o menos justas de su vida en ese momento y luego pasabamos a lo nuestro: libros, películas, filosofía barata y zapatos de goma de gente que mira al conurbano con un ojo y lo repasa por las dudas con el otro, no sea cosa que te marquen y te afanen por estar ahí parado. Le gustaban las películas de Tarantino y Bruce Lee.
-Me calienta el chinito- Decía.

Leía unas novelas espantosas de J.J. Benitez y eran fan de La Sonrisa Vertical, una colección de novelas eróticas de la que había leído, facil, cuarenta libros. En algún momento probó con el CBC pero se aburría a morir. Intentó en la universidad de La Matanza, lo mismo.

Cuando explotaron los celulares llegamos a gastar fortuna en mensajitos, antes del WhatsApp. En el tiempo que laburó en un locutorio de noche, chateabamos por MSN. No tenía redes sociales o al menos eso me decía a mí. A veces pasabamos meses y meses sin noticias el uno del otro. No teníamos amigos ni conocidos en común. Nunca más coincidimos en un boliche. Una vez casi vamos al cine. No nos pusimos de acuerdo si ver Perdidos en Tokio o Escuela de rock en el cine de Haedo. Terminamos tomando algo en un bar podri de Ramos Mejía. Siempre nos vimos en la calle y alguna que otra vez en alguno de los muchos lugares en los que vivió. Caminábamos. Mucho. Cuadras y cuadras. A veces en silencio o tarareando canciones de Estelares o Los caballeros de la quema.

Tuvo una de esas vidas heavys y desangeladas. Algunas veces sugirió un abuso. Nunca entró en detalles. Había dolores que se los reservaba para ella. Lo mismo con el amor. Una vez me contó que salía con un cincuentón que le tiraba unos mangos, que aunque la trataba un poco como puta a ella le gustaba igual. Me miró medio torcido y me dijo
-¿Me juzgás?-
Cambió de tema. Era parca, mal hablada y con el orgullo de una aristócrata venida a menos. Corría la coneja más que muchos, tenía laburos de mierda, con horarios de mierda, en zonas de mierda en los que le pagaban chaucha y palitos en negro. Creo que lo único que realmente le jodía de todo aquello eran las insinuaciones sexuales de jefes, compañeros y compañeras. Era hermosa, exudaba sexo y eso, quizás fuera su karma. No se lookeaba ni se esforzaba por ser como era, simplemente su cuerpo y su forma de ser eran como un atractor donde convergían las miradas y los instintos más básicos y desaforados.

Por eso zafaba siempre de los quilombos de guita en los que se metía. Por decirlo de una manera elegante, no era una cajera muy cuidadosa. Y habría que agregar que tampoco era muy respetuosa de la propiedad privada, sobre todo si era la propiedad privada de quienes la explotaban. No se jactaba pero tampoco sentía vergüenza de contarlo.

Alguna vez, promediando la treintena, me dijo que había soñado con ser madre y que la idea le rondaba. Le daba bronca. No lo quería, no era parte de su vida ese deseo pero que todo a su alrededor parecía estar pensado para instalarle esa idea. Que hasta le habían sugerido que pagara miles y miles de pesos por congelar los óvulos jóvenes para cuando le dieran ganas, de vieja. Una pariente le había dicho que se le iba a pudrir el útero y se le iba a caer. Nos reímos. Me dijo
-Ojalá se pudiera apagar la idea como se apaga un televisor para que no suene más.

Nunca le importó ni la política ni el deporte. El duhaldismo, el kirchnerismo y el macrismo le pasaron de largo.

La vi a mediados del 2018. Vivía con una tía que tendría uno o dos años más que ella, una adicta en recuperación que había pasado por mil granjas y no quería volver porque le daban asco. Lara podía ser una persona desagradable en sus malos días. Su tía lo era naturalmente. Compartían una casa de varias habitaciones en Ituzaingó. No se hablaban con el resto de la familia. Había, creí entender, un asunto de guita medio turbio relacionado con la casa. Uno de esos mambos por los que la gente discute en navidad cuando se pone en pedo.

En un momento mientras tomábamos un café en un parquecito repleto de yuyos me dice que está enferma, que tiene cáncer. El ambiente se cortó con un escalpelo. Balbuceé algo, no sé bien qué.
-Estoy cansada. No quiero que me cargoseen con llamadas. No quiero que me pregunten cómo estoy. No quiero estar ni bien, ni mal. No quiero llantos al pedo de gente que no… Ella sabe – su tía- porque me escucha toser. Lo sabe uno que me garcho y lo sabés vos. No me estés encima. No quiero que me velen viva. Si no le importa a nadie tampoco va a importarme a mí.

Intenté seguir la charla pero no resultó. Quedé patinoso, como en shock. Trajo un whisky. Sirvió dos vasos. Dijo
-Porque sí- Y se lo sampó entero, como era ella, como una de esas fuerzas elementales que gobiernan el rotar de las estrellas y el nivel de los ríos. Apenas si pude terminar el mío. Tosí. Creo que hasta me salió por la nariz. Se rió y me trató de flojo maricón.

Cuando nos despedimos se permitió abrazarme con esos abrazos que duran. Le pedí que nos sacáramos una foto.
-No lo necesitamos antes y no lo necesitamos ahora. Aparte, estoy divina ¿O no?- Y dio una vueltita. Lo estaba. Creo que me dejó mirarla, ficharla, radiografiarla. Casi que parecía una joda pero Lara no jodía. Casi que era una broma de mal gusto pero Lara no hacía bromas. Ya tenía suficiente con el humor de mierda de la vida. Me repitió que no la cargoseara y me mandó a mi casa.

Cuando me recibí le mandé un mensaje para contarle. Me felicitó. Seca, como siempre. En realidad le chupó un ovario pero estar en la pendiente es una excusa perfecta para que nada más importe.

A mediados de febrero la llamé. Hablamos unos minutos. Nunca respondió a la pregunta de cómo estaba. Como al pasar tiró un -Me estoy cuidando- pero no le creí. Se lo dije. Me ignoró. Me mandó un beso. Nunca lo había hecho. A principios de abril su tía me escribió un WhatsApp. Lara había muerto. Me avisaba a mí y al chongo porque Lara se lo había pedido. No la velaban. La cremaban y las cenizas las tiraba no sé qué pariente en una playa de Villa Gesell. No iba haber ninguna ceremonia ni nada. Le pedí una foto. Nunca me la mandó ni respondió uno solo de los mensajes que le mandé ni los llamados que le hice.

No me cuesta pensar que esa forma medio anónima de desaparecer era lo que quería. Sin rastros, sin hitos ubicables, como si no hubiese existido y dejando a cargo de su memoria a una albaceas drogadicta y mala onda; como uno de esos sueños que nos despiertan en la madrugada y que recordamos confusa, fragmentariamente.

A veces me acuerdo de ella y para no extrañarla pienso que es uno de esos encuentros perdidos. Le abro la puerta y entra con su musculosa negra y sus ojos delineados de negro furibundo como la primera vez que la vi. Entonces le dedico un trago pulenta, algo pegador. Lo pongo sobre la mesa y la escucho decirme
-Si me convidás de eso charlamos un rato.