En el medio del refugio hay un sorete. No en sentido figurado, como cuando uno ve a un pariente macrista y dice “Mamá, ahí vino el sorete”. No. Un sorete literal, real.
Kathan city es una zona todavía un tanto agreste. No es raro encontrarse cada tanto un caballo suelto, una oveja o alguna vaca defecando en la puerta de alguna casa. A diferencia de Capital Federal, acá la gente no saca a pasear al perro para que vaya a mear. Acá lo raro es que estén adentro. Así que si se tiene un pichicho más o menos grande, la torta de bosta es proporcional al tamaño. Pos’que entonces, un sorete, sea cual fuere sus proporciones, medio que no asombra a nadie. Lo raro es que este es humano. Una enorme masa de detritus amarronado ubicado en el centro geográfico de la parada. La gente lo mira, capaz que hace caras pero nadie lo empuja ni lo saca de ahí. No humea, no emite vapor, así que hace rato que está ahí. Un dron, o un ángel desde las prístinas alturas del orbe celeste vería una mancomunión de hombres y mujeres alrededor de un ídolo frágil, una representación de la condición humana en general (y en particular, también).
El sorete humano en la parada se diría que entraña un hondo problema de doble naturaleza, uno detectivesco y otro existencial.
El detectivesco estriba en que la noche de anoche hizo un frío polar que te congelaba las bolas al toque. Lo sé porque esperé el bondi en San Telmo 40 minutos y aun sin mirarlas puedo asegurar que en cierto momento estuvieron azules. Así que, con un clima ciertamente adverso, alguien se bajó los pantalones, se acomodó la ropa interior y defecó junto a una ruta provincial bastante transitada. De allí el subproblema de la intimidad. Como occidentales hechos y derechos nos masturbamos, cagamos y leemos las instrucciones del desodorante de ambientes en una intimidad rara vez negociada. El autor del soruyo necesitó al menos unos minutos de soledad o lo hizo ante la vista de los primeros laburantes de la madrugada, esos que amanecen a las tres y media y toman el primer 96 de las cuatro de la matina. Cagar implica adoptar una serie de posiciones complejas en las que, sin un inodoro a mano, se ve comprometida la estabilidad. ¿Cómo hizo, pues, para cagar en ese punto exacto, haciendo equilibrio, con el frío que hacía, sus genitales al aire, en la posible compañía de otros o, en el mejor de los casos, solo ante la mirada de los vehículos que pasaban? De allí que se desprenda la cuestión existencial. El refugio está a 10 metros de un árbol. De madrugada, en cualquier estación, la juventud lo usa para aliviar sus hormonas en plan cogedero al paso. ´Ta medio oscurito y el tronco tiene unas curvas ergonométricas que ayudan a la espalda de quién se apoye. Tiene unas raíces medio salidas de la tierra ideales para que alguien se siente y le haga a su pareja un petiso con toda comodidad. El o la autora del sorete en cuestión podría haberlo elegido como letrina, pero no. Hay una zanja abierta bastante profunda unos metros más allá del refugio. Tampoco. El o la autora del sorongo eligió el refugio y dejó allí parte de su ser como una declaración de principios. Huella de su paso por el mundo, las heces ante los ojos de quienes las miramos configuran un llamado de atención ante las convenciones sociales y las tradiciones establecidas. También nos hablan de la urgencia de la declaración, del desesperado clima espiritual de quién debió hacer uso de un gesto primal y atávico en lugar de sublimar la angustia por los carriles normalizados de las artes y las ciencias.
Tal vez todo eso sea, al fin y al cabo, un enigma irresoluble. De lo que podemos afirmar una verdad apodíctica es que la persona que cagó y dejó el sorete ahí es una mierda muy hija de puta.
Toda verdad debe ser agradecida, por chota que sea.