Todxs, quien más, quien menos, reconocemos que hay músicas más o menos alegres y otras más o menos tristes. Es para simplificar, pero nos entendemos. Y en función de eso y de nuestras personalidades o de nuestros momentos particulares en la vida le damos play a ciertas variantes de uno u otro menjunje de climas.

Entonces ¿qué cosa tan obsenamente buena le ocurre, qué vida tan plenamente dichosa vive el tipo que frena su auto junto a mí, en la parada, con su estéreo escuchando cumbia a las 8 de la mañana? ¿Qué ocurre entre los pliegues secretos de sus días para sentir la compulsión malsana de compartir su alegría musical con el resto de los condenados a transitar la soledad? ¿Por qué lo inunda la vida, por qué golpéa el volante con la palma de sus manos como si fuera un bongó que marca el pulso de dios? ¿Qué hay en esa letra que vocaliza a los gritos cual enajenado para que se desdibujen con tanta facilidad los contornos del auto, de su vergüenza y del mundo?

No tiene la cara de alguien que se gastó tres aguinaldos en un estéreo wachi wuau capaz de musicalizar un cumpleaños en un geriátrico de sordos. No tiene cara de alguien pasado de rosca que vuelve de juerga y que para no quedarse dormido se despabila con volumen. No tiene los ojos empapados en llanto que requieran un shock de adrenalina tropical que lo mantengan lejos de darse un corchazo.

Incluso los sobrevivientes, incluso quienes atraviezan las nieblas del terror y de la muerte celebran la vida de un modo más recatado porque ni toda la felicidad habida y por haber en sus pechos exige un desborde tal de bienestar y gusto por seguir respirando en esto que lejos está de ser el paraíso de los cuentos.

El tipo esta ahí, sonriente, con sus anteojos oscuros de calidad berreta comprados en cualquier feria de indocumentados, en su Fiat duna blanco tirando el flow tropical como esparciendo dones, como invitando a la buenaventuranza, como diciendo que aún hay gente buena, que el amor nos llega a todos, que nuestro hambre y nuestra sed de justicia han sido saciados con esos tres acordes en loop.

Cuando corta el semáforo el tipo está tan copado con la música que, para que reaccione, hace falta que un camión que transporta caños de hormigón nos frite a todos el cerebro con su bocina. El tipo pone primera y arranca con una parcimonia exasperante.

Al alejarse se ve como mueve la cabeza hasta que el reflejo del sol en la luneta lo desaparece.

Todavía se escucha el estribillo que dice “leña para el carbón” o algo así.