Parada. Estoy sentado en una saliente del refugio que hace las veces de asiento. Cae el 620, que en realidad se llama 382 pero los mayores de treinta le decimos como se llamaba antes. Unas 10 personas se apretujan para subir, otras tantas para bajar. Se abren las puertas, la monada hace lo suyo. Se cierran las puertas de atrás.
Cuando arranca hace cinco metros. Frena. Las puertas de atrás se abren. Baja un tipo con campera, bufanda, bermudas y ojotas con medias. Lleva una bolsa de arpillera con algo adentro que hace ruido a vidrio. Está despeinado y tiene cara de andar herido de alcohol. Cuando pasa junto a mí ruidosamente aspira sus mocos y los escupe. No me da en las zapatillas de casualidad. Me mira. Lo miro. Se ve como me siento y la verdad que pegarle al reflejo en el espejo es bastante loser. Lo sé por experiencia. Me dice “¿Qué mirás?” en el tono de aquellos a los que ya no les importa nada. Alguien desde el bondi le grita “mbmbmbdfgggf, culeao” y le tiran desde una de las ventanillas de atrás un bolso desvencijado. El tipo mira el bolso, me mira. Me sonríe, sonrojado. Dice “me lo olvidé, ja!”. Se agacha, lo abre. Del bolso sale un gatito diminuto que parece nadar en un mar de esos chizitos de colores que suelen venderse en las ferias bolivianas. Los chizitos están sueltos y el gatito los tiene pegados. Lo saca del bolso. Maulla finito. Es color arena y cuando el tipo se lo acerca a la cara el gatito le chupetea la nariz. Se lo pone en un bolsillo de la campera. Agarra la arpillera y el bolso. Se va. Quedan cuatro o cinco chizitos tirados.
Junto a mi pie veo los mocos del tipo adquirir un tono verdoso con los reflejos del sol.
Lo sé desde pibe, tengo que suicidarme más seguido.