De todos los fenómenos conurbanos uno muy curioso es la venta de sandías. Por supuesto, como el fruto mismo, es estacional. No importa que mal que mal se consigan sandías el resto del año en cualquier verdulería. Llega diciembre y aparecen locales de venta improvisados Ad hoc, en variados puntos, en distintos barrios. Un día hay un kiosko de falopa y al otro día sin mediar corte de continuidad aparece una montaña de cientos de sandías cubiertas con una lona o un nylon con un tipo, por lo general joven, que está ahí llueve, truene o haya sol, las 24 hs. los 7 días de la semana. No sabés dónde caga, donde duerme ni de dónde salió. Como Viracocha un día aparece repartiendo sus dones y cómo Viracocha un día se va. La diferencia es, sino étnica, al menos económica: este te cobra lo que brinda. Y no está mal, hay que comer.
Aprovechan cruces de rutas, esquinas descampadas, a la vera de la autopista, en la entrada de los countrys, plazas, peatonales y templos aleluyos poliregiosos.
Cómo en el sexo, el asunto se vuelve raro más que nada por una cuestión de tamaño pero también geográfica. En época de frutillas se ven tipos que venden frutillas. En época de paltas, se ve gente vendiendo paltas. Pero vamos, no hace falta un gran despliegue para eso. 837 sandías apiladas en una esquina tienen el tamaño de un dos ambientes. Se ven de lejos y cuando comienzan a pudrirse el olor dulzón se esparce varias cuadras. También está el asunto de la zona. En San Pedro, que alguien te venda naranjas a un costado de la ruta se cae de maduro, como los limones tucumanos y la cerveza artesanal del eje villa Crespo-Almagro-Palermo que, como el de Roma-Berlin-Tokio, es amargo, clasista, y mira a Europa con nostalgia. La sandía viene de otro lado. Viaja. Mucho. Chaco, Formosa, Misiones, Corrientes. Lugares llenos de bichos, donde hace un calor de cagarse y la gente coge mucho a la hora de la siesta. Uno sospecha que para llegar hasta una esquina de Lanús o de Moreno atravesaron decenas de peajes, fronteras provinciales, mil registros policiales, postas sanitarias, controles bromatológicos. Por ahí sí o por ahí, abducidas por un ovni, aparecieron sin más explicaciones un día cualquiera cerca de fin de año, como los cuetes y el ananá fizz.
En realidad, para ser justos, las traen camiones, uno detrás de otro, con dos o tres changarines que las revolean hasta abajo para que otros changarines y el vendedor las apilen. Por lo general lo hacen de madrugada o de tarde noche para no cagarse de calor pero a veces se los puede ver al rayo del sol, reponiendo la mercadería y sudando la gota gorda.
No se sabe si son una o varias empresas, cuentapropistas, cooperativas, aspirantes al monotributo o emprendedores agrícolas renegados del capitalismo de plataformas. ¿Quién les paga? ¿A quién le cobran? ¿De dónde sale el arreglo con la cana que los deja estar donde se les cante el culo? Nadie sabe. Preguntás y te contestan «¿Qué? ¿Sos yuta? ¿Sos gorra? Rajá de acá» Ok, ok, agarro mi sandía y me voy.
Lo ideal es comprarlas a mediados de diciembre porque cuando las cortan todavía les falta un golpe de horno y van madurando en el camino. Cerca de fin de año ya se ponen un toque babosas aunque por aquello de la oferta y la demanda también se vuelven más baratas. Esas suelen ser las primeras en bajar, las que están abajo de todo el montón.
Esos asentamientos, en ocasiones, se diversifican. En barrios donde hay más dinero suman melones o esa variedad de sandía cheta a la que llaman Sugar Baby que la deben importar de Qatar porque sale un huevo y medio; también alguna otra cosa frutal pero no mucho para que las verdulerías hechas y derechas no les tiren la bronca. A veces suman otras cosas, venta de vasos de vidrio rasposo con logos de clubes de futbol, botellas cortadas y fileteadas con nombres, carbón, leña, palo santo y un menjunje de lombrices y otras porquerías que usan los pescadores para tener más pique.
Algunos de estos puestos hacen historia. En Laferrere, durante más de una década, hubo uno permante frente a una planta distribuidora de YPF, sobre la ruta 21. Un día apareció con sandías y ahí se quedó 10 años. Vendía de todo. Sandías, melones, quebracho, carbón, riestras de ajo, vino en damajuana, torta fritas, pastelitos, tortilla santiagueña, sopa paraguaya y reparación de cubiertas. Pillos para los negocios, los tipos que lo regenteaban, construyeron a los pocos meses un altar al Gauchito Gil que se llenaba hasta las bolas. Lo ampliaron para dar lugar a la Difunta Correa, a San La Muerte, a Gilda y al Potro Rodrigo. Los fieles se contaban de a miles y cortaban la ruta cuando llegaba la fecha del santito de su devoción. Hacían colas de varios cientos de metros con sus autos y más o menos lo mismo cuando estacionaban y hacían fila para entrar a las ermitas. Miles y miles y miles de rosarios, crucecitas, carteles de agradecimiento, fotos y velas convivían con las sandías y melones. Cuando Moyano y sus muchachos, en 2013 o 2014, bloquearon una semana la planta distribuidora amenazaron con romper todo pero se quedaron en el molde cuando la gente de las barriadas cercanas les advirtió que no tocaran el santuario. Hay cosas con las que no se joden. Respetaron, también, a las sandías.
La policía los usaba de informantes. Estaba tan bien ubicado que cualquiera que pasara por la zona tenía que sí o sí pasar por ahí. Ibas a pegar o vender falopa, te veían. Ibas a consumir o vender prostitución, te veían. Ibas con tu amante a un descampado a debatir sobre el supuesto rol contrarevoluionario del trotskismo, también te veían. Se decía que conocían todos los secretos del mundo. No por piolas o entendidos sino porque de tanto estar al garete no hacían más que registrar la realidad. A veces pasabas en invierno, de madrugada, con un frío de la san puta fracturándote los huesos y los tipos ahí, mirando la tele o escuchando la radio a todo lo que daba tapados con mantas pero ahí, dispuestos a venderte cualquier cosa, firmes como rulo de estatua. Debían tener wifi directo con Dios porque en esa zona te amasijan por el solo hecho de respirar pero los tipos… enteros y con el negocio prosperando como si nada.
Al puesto lo voló la municipalidad durante la primera ola de la pandemia, cuando el mundo entero estaba pensando en otra cosa, entre ellas, no morirse. Visualmente, fue una pérdida grande para la zona. Era pintoresco. Al parecer había una bronca grande porque, para que nadie use el espacio que quedó tiraron cal viva, para que nada crezca ahí, para que nada viva.
En la esquina de mi casa hay un puesto de sandías. Apareció hace unos días, justo en el cruce que divide la ruta. Por un lado vas a Morón y por el otro, a Merlo. De un lado de la ruta está él y del otro, uno que vende espejos, mangueras y polvo para lavar la ropa. También hay uno que vende choripanes, piracaldo y vorí vorí pero ese va de vez cuando, sobre todo los fines de semana. Al puesto de sandías lo atiende un pibe, un adolescente. Siempre que lo vi estaba con una chica, presumiblemente la novia. Usa un rodete y aunque haga casi 30 grados siempre tiene puesta una campera tipo Adidas. Los dos usan bermudas de jean y no paran de fumar. El sábado a la mañana bajé del colectivo y cuando le paso a unos metros escucho que uno en un Citroën patito, de los viejos, clava los frenos como si hubiese visto un fantasma. Otro que venía atrás tuvo que dar un volantazo y lo puteó hasta en arameo. Un flaco que iba del lado del acompañante del Citroën le gritó al pibe
-Eh, guacho, vendeme 7 ¿Cuánto es?
-3500. Le gritó el pibe mientras él y la novia se paraban de un salto para cargar las sandías. Cual gimnastas chinos, en apenas segundos se cargaron entre los dos las 7 ayudándose el uno con el otro. Caminaron unos metros y las metieron por la ventanilla. Apenas pasaban. Los del auto en ningún momento bajaron ni intentaron ayudar más que para pasarlas de una en una a la parte de atrás mientras las recibían. El auto, cargado con las sandías, casi rozaba la ruta. Cuando agarró la guita, el pibe, con una cara de feliz cumpleaños que alegraba de solo verla, les dijo
-Gracias, este es mi aguinaldo.
El Citroën arrancó y se fue. Cruzó en rojo el semáforo. Casi pisa a una vieja.