Hoy pasan a retiro. Después de diez años de compañía constante, permanente; de incontables caminos andados, las zapatillas más fieles que un desclasado puede tener, se retiran de este mundo pulgoso y asesino que  pisaron, sin jamás haberse dado por vencidas mientras mis pies estuvieron dentro.

Aparecieron en mi casa. Ni nuevas ni viejas, más feas que lindas. Estaban ahí y las desprecié durante meses. Intenté teñirlas de negro para que se les fuera ese blancor mortecino y quedaron de un gris sucio que nunca se les pudo ir. Mi primer recuerdo con ellas es estar podando un árbol en el invierno de 2004, cuando todavía mascaba la bronca de haber sido despedido por comunista de mi primer trabajo en serio. Luego, las recuerdo con el agua de mar tapándolas cuando, como el boludo olímpico que siempre he sido, intenté ganarle a la marea y la marea me ganó.

Nunca para salir a pasear; nunca para ser lucidas. Con ellas, corté el pasto, pinté, me metí en los ríos desbordados de La Matanza, en las villas más peligrosas para hacer cosas que es mejor no recordar. Con ellas, caminaba las cuadras que me separaban de los abrazos de la mujer que me hizo hombre y con ellas, le puse los puntos a más de un fumador de paco pasado de rosca.

Estas zapatillas nobles caminaron por San Luis en compañía de una mujer que no tenía claro lo que quería. Anduvieron por los desiertos de Antofagasta de la Sierra, en Catamarca, para protagonizar una anécdota fabulosa con la Gendarmería Nacional, que merece un cuento o un corto ganador del Globo de Oro. Fueron despreciadas por la familia de una ex novia de manera ignominiosa y bastardeadas por todos los amigos que tuvieron ocasión de tenerlas ante sí. Y ellas ahí, heridas pero firmes.

Han sido más fieles que mi voluntad. Han estado allí, la peor de todas las noches, cargando el peso de una decisión que arrastraré lo que me quede de vida.

Escucharon recitados tristes, canciones dolorosas. Soportaron olores nauseabundos y talcos y medias ridículas que ningún mortal con un poco de dignidad hubiese usado nunca.

Diez años, una década ganada y perdida con ellas, que me llevaron a blandirlas en los sufragios como demostración de que no a todos nos ha ido tan bien como los relatos pretenden. Sin nunca cambiar de bando, siempre populares, siempre desde el llano desnivelado de González Catán.

Las despido con culpa, pensando que quizás una vuelta más de cinta de embalar les estiraría la vida, que un poco más de pegamento en las suelas partidas haría de ellas una suerte de seres inamovibles del ser y del estar. Una cosida más tal vez, con un alambre más fino… rellenarles con trozos de tela los agujeros de esas lengüetas a punto de la inanición… pero no.

Hoy se retiran. Hoy ingresarán al catálogo infinito de aquellas cosas que se van para siempre de este mundo pero quedan talladas en la memoria, como amigas, como amantes, como símbolos del paso devastador del tiempo y de las horas y de los días que pueblan los calendarios que pasan y pasan quedándose con la coima bestial de nuestra juventud.

Vendrán otras, mas no serán lo mismo. Serán lo peor a lo que deberé resignarme; el signo patente de que allí, en mis pies, habita desde hoy una ausencia que no puede ser llenada ni con dinero ni con tecnología ni con la vulgar mercadotecnia de las multinacionales que esclavizan niños en los rincones del mundo.

Cuando llegue el día de mi juicio final, frente a los dioses, no quiero otra vestimenta para mí más que esas zapatillas de marca misteriosa, ajenas, venidas a mí por el azar y la pobreza. Sostenidas por la convicción de que las cosas tienen un valor distinto al precio remarcado de los mercaderes de la moda y los mercenarios del buen gusto.

Mi amor fraterno para ellas. Mi agradecimiento eterno. Mi sangre en ellas y en todos y cada uno de los pasos buenos, y en falso, que me ayudaron a dar. A ellas, mi vida entera. A ellas, mi largo adiós.

Me cierran el bar. Chauchas■