No solo recortaron la frecuencia de los servicios de colectivos sino que achicaron el horario de actividad así que si antes viajar era un descenso a los infiernos ahora es una expedición en busca de la moral macrista. Más paciencia, más guita, más violencia y, por supuesto, menos sueño porque si querés llegar tenés que madrugar. Así que los ánimos están caldeados desde el vamos.
Será por eso quizás que nadie le dice nada al tipo que se ríe como un energúmeno durante todo el viaje. Es un ejemplo claro y distinto de la evolución de otro espécimen de antaño: el DJ de celular. Si antes escuchaban sin auriculares una música de mierda en sus teléfonos ahora lo hacen con las series y videítos de YouTube. A todo lo que da.
Es muy curioso porque lo que ponían no era muy variado. Nunca escuché que nadie hiciera eso con pop, heavy metal, tango, música dodecafónica, folclore uzbeko o el disco de Nicole Newman. Siempre era lo mismo, cumbia y reguetón. Este va por ese lado. Escucha chistes de Cacho Garay, el oficial Gordillo y de un humorista cordobés que hace chistes de travestis, suegras y judíos. Hay que agradecer que no esté mirando porno. Suele pasar.
El tipo se carcajea de lo lindo y pega patadas al piso para informarnos de cuánta alegría le corre por las venas. Deja de hacerlo cuando el 180 cruza Alberdi y San Pedrito y sube, en toda su gloria, la Horda Dorada de Batú Khan. Un signo de racionalidad: sabe cuándo le aprieta el zapato. Esa gente venida de todas las regiones del mundo, cansada, hinchada las pelotas, apretada y con ganas de volver a su casa para pensar cómo estirar la comida puede que tenga pocas pulgas para fumarse algo que parece una tomada de pelo. El tipo no deja de hacerlo pero ahora es más discreto. Escucho las risotadas a medio contener.
El colectivo se enclava en una autopista congestionada al pleno rayo de sol. Parece que un loco en un auto diminuto se hizo el volante mágico con un camión brasilero y ahora ve crecer las flores desde abajo. Le cuelga la cabeza por el parabrisas. Cuando pasamos junto al choque vemos como un milico le tapa la cara con un trapo rejilla amarillo, de esos con los que se limpia la mesa cuando se vuelca el Nesquik.
Salimos de la autopista hacia camino de cintura. Entramos a Villegas. Baja parte de la horda pero sube otra. A las pocas cuadras tres mujeres con graves problemas cromáticos y lexicales empiezan a carajearse a diestra y siniestra acusándose mutuamente de teñidas y chupaporongas. La nena de no más de seis años que va con una de ellas las mira, como aprendiendo los rudimentos y destrezas propios de la vida social en las estepas conurbanenses. Abre bien los ojos y las mira obnubilada.
Al llegar al km. 29, en la terminal del Metrobús, se cagan a palos arriba del colectivo. La monada mira divertida. El chofer no dice nada. El que se reía como un pelotudo detiene sus videos y ahora se ríe de la pelea. Propone que alguien les tire barro así es más divertido. Dos de las minas terminan en el suelo dándose arañazos, tirándose del pelo y escupiéndose gargajos e improperios. Me detengo a separarlas. Una me da una piña. No me saca la mandíbula de casualidad. Supongo que necesitará un riñón nuevo porque la patada que le doy casi la desconecta de la vida. La otra sangra por la sien. Es una vieja. La que me pegó una pendeja de veintialgos que nunca en toda su existencia usó una S. La que andaba con la nena agita la pelea desde abajo del bondi. Algunos dirían que es el subproducto de un sistema económico opresor que generación tras generación embrutece y opaca la luz propia de la humanidad. Yo diría que es la consecuencia directa de haber legalizado el aborto con un retraso de décadas.
Luego de unos cuantos minutos consigo separarlas y siguen puteándose, pero ese ya no es ni problema. Cuando bajo me agacho frente a la nenita y le digo: “nunca seas como ellas”. La que parecía su madre me trata de puto.