Alguien, tal vez esperando que Constitución se convirtiese en una sucursal de Palm beach, plantó palmeras sobre la calle Salta. Quizás la falta de playa y de un clima más benigno hizo que la cosa fuera distinta. El barrio no prosperó mucho que digamos en el sentido turístico pero las palmeras crecieron. En lugar de dar sombra y cocos sirven, según la hora, para apoyarse, para tirar basura, para orinar, vomitar o, si los usuarios están muy apurados, para echarse un polvo incómodo a la vista de todos. Para el ojo atento sirven, también, como indicador de si vas a viajar o no sentado.

En la parada, si tu posición en la fila está cerca de la segunda palmera, cagaste o estás muy jugado. Más atrás de eso seguro que viajás parado el mismo tiempo que tarda un avión de Buenos Aires a Comodoro Rivadavia: dos horas y media.

Más adelante viajás sentado. Si estás cerca de la primera tenés el privilegio de elegir asiento. Si estás, como yo, cerca de la sexta, bueno, mejor te convendría no haber nacido porque ni el horóscopo más falopa te garantiza poder subirte.

Hay movimiento unas cuantas personas más adelante. Lo de siempre, griterío, empujones, corridas. En un abrir y cerrar de ojos, que incluyen la poco honesta práctica de colarse como un campeón, quedo junto a la cuarta palmera. Me felicito porque al menos puedo apoyarme.

En la escuela me enseñaron que las palmeras son monocotiledóneas de la familia de las aracáceas, que hay más de 2000 especies con sus familias y divisiones, que crecen en todo el mundo en casi todos los climas y que si en un lugar no sobreviven las palmeras lo mejor que podés hacer es tomarte el buque porque lo más probable es que ahí te mueras. Ellas sobreviven tomando agua salada o en mitad del desierto. A vos, si no tomás Pepsi light a la sombra, te da acidez.

Eso mismo demuestran las palmeras de Constitución, una capacidad de supervivencia acorde al barrio. No las riegan, no las cuidan. Cada tanto el Gobierno de la Ciudad manda a que las pode algún carnicero devenido en empleado de Ambiente y Espacio Público pero nadie recuerda cuándo fue la última vez. Lo curioso es que las palmeras no son parte del listado de 36 especies habilitadas por normativa de la ciudad para plantar en la vía pública. Es decir, las palmeras, cómo las trabajadoras sexuales, los vendedores de falopa, los manteros, los trapitos y los pungas, son ilegales. Y, al igual que todos ellos, se pasan la ley por el quinto forro de su androceo y a veces hasta tienen el tupé de florecer, a su manera, claro.

No tienen mucha tierra a su disposición. Todo el mundo sabe que bajo el asfalto no hay arena de playa. Cemento, caños, a lo sumo las manos de Perón, pero no tierra fértil. A ellas ni les va ni les viene. No sienten envidia por las palmeras de la 9 de julio que le dan a la zona ese aire tan de dictadura centroamericana moderna. Una flaca me cuenta que las plantaron los dueños del paseo de compras que está junto a la parada para darle un aire «alegre», que tuvieron que coimear no sabe bien a quién, pero que el billete se puso sí o sí. Dice que sabe porque laburó un tiempo largo en uno de los locales de venta de mochilas que hay adentro y que su jefe le contó cómo había sido la historia. También me cuenta que le pagaban en negro dos mangos de mierda por laburar 12 horas de lunes a sábados y que la despidieron por enfermarse de gripe un invierno.

-Ahí pasa, el forro -me dice y apunta a una camioneta a todo trapo que debe valer un palo gringo sin impuestos. Antes sospechaba que era de algún capo narco del barrio, pero como no está bien andar sospechando injustamente de la gente agradezco el dato. El tipo cae tipo 8 de la noche todos los días. No diría que estaciona sino que más bien que tira la camioneta donde le viene en gana. Entra corriendo. A veces sale contando guita sin importarle que lo fichen las 1200 personas que esperan el bondi ahí. Anda calzado y lo hace notar. Se pone el chumbo adelante y deja la empuñadura a la vista. Medio peligrosa la cosa porque si se le dispara un tiro se queda sin un huevo pero cada quien se hace el guapo como puede. Los milicos no le dicen nada ni por eso ni por estacionar en cualquier lugar. Les debe parecer una de esas personas que adopta gatitos y colabora con la parroquia del barrio, vaya uno a saber.

Alguien debería reclamar que vengan a estudiarlas del Conicet o de la revista Nature porque es increíble que no se mueran. Se mueren las plantas que los vecinos del barrio tienen en sus balcones por culpa del smog y el humo de los bondis. Se mueren los drogadictos en las esquinas por falta de morfi y se mueren las trans de un sida galopante. Se mueren los milicos en asaltos seguidos de muerte y se mueren los viejos de un ataque al corazón dentro de los piringundines de la calle O`brien. Se mueren mujeres sin un mango a manos de femicidas en las pensiones que cuestan lo que una suite en las islas Seychelles. Y ellas, las palmeras de Constitución, nada. Como inmortales, como ajenas al paso de las horas y las eras, como testigos silentes del fracaso de una especie que va y viene sin sentido alguno de la nada hacia la nada, pugnando, peleando, reclamándole a los cielos una dicha que unos no pueden dar ni los otros recibir. Las palmeras, ahí, cada una a metros de las otras, incapaces de abrazarse, de tocarse, de decirse al oído -si es que lo tuvieran- que todo estará bien y la peste que las rodea desaparecerá de un momento a otro y al fin gobernarán la tierra que alguna vez fue suya y les robaron.

Viene el bondi. Me acomodo. Descubro que el chicle que alguien había pegado en la palmera ahora embadurna mi saco. Miro a la palmera. Al menos espero que me lo agradezca.