Sube poco más allá del centro de Kathan city. A simple vista se nota que tiene las facultades mentales alteradas. No está bien. Es viejísima. Viste una docena de prendas, pero todas de verano o de hilo, que no sirven ni de chiripa para protegerla del frío que hace. Lleva puesto un pantalón de gimnasia con el elástico roto y lo sostiene con la misma mano con la que lleva una bolsa que parece pesadísima, no por lo grande sino por el ruido a metal que hace cuando la mueve. Con la otra mano se sostiene y manipula un fragmento de varilla de construcción de unos 20 centímetros que agita como si fuera una varita mágica cada vez que el colectivo frena en un semáforo. Tiene, como si fuera poco, un problema de obesidad. Hay algunos asientos vacíos, pero no se sienta, presumiblemente porque no le quedan cómodos. Miran hacia atrás y están ubicados sobre las ruedas lo que deja muy poco espacio para acomodarse. Un tipo se apiada y la llama para darle el suyo. Ella le gruñe sin mirarlo a la cara, pero acepta el convite y sin decir gracias salta hasta el asiento que da al pasillo. Otra vieja, que está dormida del lado de la ventanilla, despierta sobresaltada y la mira, pero la captación del estado mental de su vecina es automática. No hace falta sinapsis alguna para saber que la cordura de la vieja de la bolsa se fue a pasear por las estepas sublunares.

Ya sentada se le da por jugar a los conjuros con los pelitos de la bufanda turquesa de la pasajera que tiene delante y que cuelga desde el asiento. Mueve la varita para un lado, mueve la varita para otro. No deja de ser un poco riesgoso porque por muy varita que parezca no deja de ser un cacho de fierro apto para sacarle el ojo a alguien o atravesar un cuerpo de lado a lado. Más si la vieja es de carácter irascible. Pero como nadie la jode y la gente que va subiendo se mantiene tranquila y a una distancia prudencial el riesgo parece mínimo.

Al llegar al metrobús la cosa cambia. Suben ¿Cuántos? ¿Cuarenta? ¿Cincuenta? La vieja empieza a gruñir de nuevo a medida que el colectivo estalla. Gruñe y emite unos quejidos extraños. Los que van subiendo también se dan cuenta de su condición y le dejan espacio así que una parte del colectivo es un bloque de carne compacto y al llegar a la puerta de atrás se abre un claro alrededor de ella. De pronto, las manos comienzan a temblarle y la varita parece la aguja de un electroencefalograma desquiciado. Empieza a decir cada vez más alto

-No, no, no, no.

Agarra la bolsa. Se levanta del asiento haciendo malabares para que no se le caigan los pantalones. Pasa por encima de un pibe con campera de recolector de residuos que está sentado en el pozo de la puerta trasera mirando pibitas semidesnudas en Instagram. La vieja se prende al timbre y golpea la puerta. Todavía no arrancamos porque sigue subiendo gente así que el colectivero le abre y la vieja baja. Se pone a dar saltitos bajo una de las estructuras del metrobús y cuando lo hace se ve el vapor de su aliento. No puede verse bien desde donde estoy, pero parece que llora.

A unos metros de ella está el vendedor de café ambulante de la zona. En verano vende helados de agua y cerveza, pero en estos días el rubro cambió por las infusiones. Tampoco parece ser una persona con los patos muy en fila, pero es correcto, aunque siempre hay que revisar bien el vuelto porque si puede te acuesta. Puede faltar el tipo que abre y limpia los baños, pueden faltar los policías que deberían cuidar a la muchachada, pueden faltar los colectivos que llevan a la gente o faltar la gente misma pero el tipo siempre está. Puede que viva ahí, acobachado en algún rincón, en algún agujero. No sería raro.

El vendedor se acerca a la vieja. Sin dirigirle la mirada ni decirle nada se detiene frente a ella y le sirve un mate cocido en un vaso de telgopor. Se lo da y sigue en la suya. La vieja lo acepta. Deja de saltar y de mover su varita. El bondi arranca.