Es mediodía. Vuelvo en el 86 desde capital. Me senté por obra y gracia de dioses imposibles. Va hasta la manija. A poco de subir a la autopista se detiene. Como ahí arriba no hay parada a todos nos entra la angustia de que le pase algo al bondi y tengamos que esperar otro. Es muy común. Pasa en épocas de crisis o cuando amenazan con sacar los subsidios al transporte. Las empresas no garpan mantenimiento y más temprano que tarde los bondis se quedan. No es algo que a los colectiveros les joda mucho, mientras les paguen. Eso hace que a veces tengas que clavarte en lugares inhóspitos esperando que vengan servicios tan hasta la manija como el que se quedó, que tengan la gentileza de parar, que se copen los de arriba en hacer lugar y que todxs lxs que están abajo, con vos, se comporten con cierta civilidad y no te den un facazo en su afan por subir.

No es el caso. Cuando abre la puerta sube una policía de unos veinte años, con aire compadrón y mirando al gentío atribulado como quien ve un sorete en mitad de un paisaje bucólico a lo Jean Millet.

Es de tez trigueña intensa, entre marrón y dorado. El pelo renegrido, recogido, tirante. Lleva un bolso. Nunca saca la mano del arma enfundada en una sobaquera. Conoce al chofer porque lo saluda con familiaridad. Apelan a todas las fórmulas y lugares comunes de la charla: que cuánto tiempo hace que no nos vemos, qué loco está el tiempo, cómo está la familia, qué caro está todo, que se casa Pampita, que seguro que no es un mecánico. Cosas importantes para colectiveros y policías. Todo viene de charla para el Nobel hasta que hablan de trabajo y la cana cuenta que mataron a uno de los suyos en San Miguel haciendo adicionales en un supermercado. El colectivero cuenta que le pusieron un tiro a uno de la línea 378 pero que no pueden parar porque se la dieron a la salida de un boliche y no laburando. Agrega
-Los derechos humanos siempre para los chorros pero nunca para la gente.
-La culpa es de la zurda que los envalentona- dice la cana. Pienso en qué tendrán que ver Rosa Luxemburgo o Lidia Falcón y O’Neill en todo eso pero dudo que esté hablando de ellas. Imagino que, por su modo de hablar y argumentar, se refiere a Jimena Barón pero no podría asegurarlo.
Se baja en Laferrere con otras cincuenta personas.

El chofer arranca. A unas diez cuadras de la estación de Lafe, clava los frenos. Una piba que lleva una balija con rueditas se cae y da con la jeta contra una de las barandas. Se dobló la mano y escupe sangre pero tiene todos los dientes. El colectivero le raja una puteada de aquellas a un ford fiesta rojo. Cuando se da cuenta que arriba del auto va un grupete de menores muy menores y que nada de lo que les diga les va a importar un carajo y medio, se da por vencido y cierra la puerta. Le pregunta varias veces a la mina golpeada si está bien. Tiene ganas de cortarse temprano, llevala a la mina a una salita cualquiera y al resto dejarnos pagando para volverse temprano a casa a comer tortafritas, tomarse unos mates y si hay suerte hasta echarse un polvito con la patrona. La mina le contesta de buena manera hasta que se hincha los ovarios y le grita que sí, que está bien, que quiere llegar de una vez. El tipo pone cara de que le cagaron el plan, arranca y sigue viaje.

La mina golpeada está buena pero la trucha ensangrentada le resta sex appeal. Le ofrezco unos pañuelos descartables que acepta en silencio y un poco de agua medio tibia que tengo en una botella que me olvido de sacar de la mochila hace dos semanas.

Bajo en el metrobus de Catán. Le dejo la botella. Intenta sonreirme pero no puede. Se le está hinchando la jeta. Debería haber ido al hospital.