U no se hace grande y en ocasiones se vuelve un pelotudo. Olvida de plano el aspecto lúdico de la vida y entonces todos los días giran en torno a la tragedia de trabajar para vivir; o, como una suerte de Peter Pan u hombre menguante, cree que hacer cosas de pendejos mantiene a raya el paso de los años que se cuelan indiferentes en la balanza, en el espejo o en las mujeres y amigos que amamos y ya no nos llaman para navidad.
En ese péndulo bifronte en el que hacemos equilibrio, en ese meridiano asqueroso de la cotidianidad normalizada en el que usamos pantuflas para no rayar el suelo recién encerado nos damos, a veces, el permiso de jugar (sin culpas, sin tapujos, sin vergüenzas al que dirán) porque, vamos, pagamos los impuestos, mamá ya tiene nuestro título universitario colgado en la cocina y nuestro jefe sabe que nos quedaremos después de hora a resolver sus cagadas mientras se la hace chupar por unos mangos en algún lugar de Tribunales.
De eso, de jugar, estoy hablando. No de jugar al ajedrez, con su inacabable teorización borgeana de la guerra. No de jugar al fútbol con una sarta de infradotados que acaban siempre por cagarse a trompadas para luego tomarse una cerveza y hacerse chistes con el tamaño de su pija en los vestuarios. No de jugar al poker, al magic, al teg. No de jugar al fifa, al counter strike, o al fornite. No, nada de eso. Nada de matar, nada de sublimar los impulsos genocidas en un aquelarre de luces y disparos que nos dejan al borde de la epilepsia y nos invitan a consumir ácidos para entender de qué va eso que tenemos que matar y eviscerar sin piedad ni cuartel alguno.
Hablo de jugar en el marco de la belleza. Hablo de jugar un juego que por momentos adquiere la angustiosa tensión de los amantes que se ven por primera vez desnudos y en el que los sentidos registran, aunque no lo quieran, el más mínimo cambio en la estructura de la escena, del mundo, del orden de las estrellas titilantes.
Puede sonar ridículo pero algo de esa experiencia intensa hay en uno de los videojuegos más esperados y comentados de los últimos tiempos en España, Gris, de Nómada Estudio. Un juego independiente, que no contó con un presupuesto de millones y millones de dólares, sin más publicidad que el boca en boca y que, sin embargo, se encuentra a la altura de las mejores experiencias audiovisuales e interactivas de los últimos años. ¿Es innovador? ¿Hace algo que no se haya realizado antes? No. ¿Es adrenalínico, divertido, frenéticamente hipnótico? No. Solo es bello. Bello en su arte, en su música, en sus climas. Sencillo en su jugabilidad, apto para quienes disfrutaron Super Mario en los 90 y nunca consiguieron adaptarse del todo a los nuevos juegos pero que sin embargo no dejaron de mirar qué se cocía en el mundillo de los bits de consumo masivo. Y es bello porque algo de belleza hay en esa tristeza y dolor que se desprende de cada cuadro, hay belleza en esos salpicones de acuarela que forman la escenografía de mundos de los que nunca sabemos nada, de los que ignoramos todo porque Gris es eso, una sucesión de escenas y puzzles y laberintos contando una historia sin palabras, con una protagonista que, sospechamos, no sabe mucho más que nosotros de lo que le ocurre, ni dónde está, ni lo que tiene que hacer y mucho menos para qué.
Con ella aprendemos, entendemos, adquirimos habilidades y desgranamos una dificultad creciente pero nunca agobiante. Como ocurre en estos tiempos, hay millones de tutoriales y guías en la red comentadas por gorditos cuarentones que han hecho fama y fortuna contándonos anécdotas irrelevantes de sus vidas mientras juegan y nos muestran cómo pasar tal o cual pantalla. Porque la fama es así, como ha sido siempre, algo que le ocurre a quienes tienen habilidades irrisorias pero que por alguna razón también deseamos.
Háganse un favor. Jueguen Gris. Es casi como leer, contemplar un cuadro en el museo y descubrir que ese cuerpo desnudo junto a la cama tiene la luminosidad de un encuentro inesperado. Todo eso junto.
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pd: con algo de maña se lo descargan pirata para PC.