Viernes. Me dejaron salir del laburo apenas un rato después de llegar porque no hay luz ni agua en San Telmo. Lo que debería ser una fiesta se transforma en una tortura cuando al salir a la calle me golpea una pared de calor infernal. Tomo el colectivo. Me siento de casualidad del lado del sol. ¡Apenas subir a la autopista, pum! embotellamiento. Un montón de infelices sin luz cortaron toda la mano rumbo a provincia porque quieren tener, sino una vida digna, al menos un ventilador Liliana prendido. Somos 70 almas encerradas en una lata sin aire acondicionado, al rayo del sol. Son las 2 de la tarde. No pasaron 20 minutos que ya nadie tiene agua, ni gaseosa, ni saliva. La única humedad posible es la transpiración y el recuerdo que los afortunados tengan de alguna noche lúbrica y jocosa.
Delante mío va una piba con un nene en brazos de unos 5 pirulos. Junto a ellos va el padre con una nena de unos 12, lo bastante crecida como para bancarse el viaje parada. La muchachada está cansada, acalorada, y las puteadas a soto voce se van haciendo más audible. Cada tanto avanzamos, pero no lo suficiente como para sentir que la vida vale la pena de ser vivida o acaso tolerada.
El nene de adelante, así, como de la nada, se incorpora sobre la falda de su madre y grita
– ¡Tengo una idea! ¿Y si damos la vuelta y nos vamos todos a la playa? – la gente se ríe. Lo hace incluso el chofer, un animal cruento y miserable que aprendió a manejar con la saga de Rápido y Furioso. La madre le pide al nene que no grite, pero el pibe insiste
-Señor manejador -vocifera- ¿Nos lleva a la playa?
– ¡Julián! – lo retan al unísono padre, madre y hermana.
El chofer se hace el boludo, aunque lo mira por el espejito y hace una mueca como dando a entender que la idea estaría piola salvo por el hecho que el colectivo no es de él, que ninguno de los que estamos ahí arriba lleva una malla en la mochila, ni guita para garpar vacaciones en temporada alta.
Como no podía ser de otro modo, en el bondi hay un par de borrachines, no muy cargosos, ni muy extremadamente bebidos, pero sí locuaces. No desculo cuántos son porque la luz furiosa que nos invade me deseca las corneas. Están en el fondo. Uno grita
-Señor manejador, ¿tiene idea de qué pasa? – el chofer no contesta. Lo hace una piba que dice que leyó en twitter lo de los cortes de luz.
Se viene la discusión entre los que dicen que antes pagábamos muy poco y los que dicen que para qué nos pasamos un año vendiendo órganos para pagar las tarifas si al final no se soluciona nada. Por suerte no, el mismo borrachín suelta un
-Señor manejador ¿Nos lleva entonces a la playa?
-Eso sí, sí a la playa – grita Julián. Risas. El padre del nene, con cierta prudencia, lo recontra caga a pedos porque sabe que lo último que hay que hacer en la vida es darles alas a borrachos, locos y faloperos.
En un momento estamos a tiro de una salida de la autopista y el chofer la encara. Mucho Rápido y Furioso, pero del Martín Fierro nada. El tipo cambia de montura en mitad del río, que es lo mismo que decir que se sale del embotellamiento sin tener pensada una ruta alternativa ni ser muy baqueano de la zona. Damos vueltas por media capital por aproximadamente 40 minutos. Los semáforos sin funcionar de la avenida Asamblea no ayudan.
Se supone que en verano hay menos gente en la calle, pero o los astros se alinearon en nuestra contra o hay varios cortes porque donde vamos, hay quilombo. En Castañares y Saraza vemos un choque que se adivina fatal entre un camión y un Fiat Uno porque los dos se distrajeron viendo a dos pibas semiempelotas que están 1 kilo y 2 pancitos y toman sol en una plaza diminuta. Ni las tetas de las pibas que se pararon para chusmear ni la muerte de los mirones nos convencen de quedarnos a ver qué pasó.
Cerca del bajo Flores terminamos en mitad de un operativo anti-narco con policías con ametralladoras y carros hidrantes que nos vendrían mejor a nosotros que a los supuestos narcos que quieren agarrar, que tampoco tienen luz. El milico que nos obliga a ir marcha atrás junto a otros 100 vehículos nos cuenta desde abajo los pormenores mientras hace gestos y toca el pito mientras suda la gota gorda por culpa de un chaleco antibalas que se nota pesado. En una esquina unos nenitos no mayores a Julián le gritan
-Cobani gato, cobani gato- mientras nadan en una pelopincho fabricada para Pulgarcito que alguien les armó en mitad de la vereda. El milico, por suerte, no les da bola, pero de reojo les envidia las zambullidas. Los que vamos de ese lado del bondi, también.
Cuando nos liberamos de nuevo otro de los borrachines grita
-Señor manejador ¿No da preguntarle a alguien que sepa cómo salir de acá?
-O usemos un GPS – aporta la piba del twitter.
El chofer mastica bronca hasta que ve a un bondi que más o menos va para la misma zona que nosotros y lo sigue. Prácticamente desandamos camino, pero a paso raudo y veloz. El que maneja el otro bondi la tiene clara. Llegamos hasta el camino de la Ribera Sur, cuya traza es paralela al río Matanza. Julián grita
– ¡El manejador nos trajo a la playa, nos trajo a la playa! – y agrega – pero está toda sucia…y no hay arenita.
El chofer lo mira por el espejito y dice
-Es lo que hay, campeón, todo no se puede.
De afuera entra un olor a podrido de la hostia.
Julián se larga a llorar.