Borges decía que apenas se nombraba a los camellos en el Corán porque se caía de maduro que andaban por ahí por eso decir que el bondi está hasta las tetas es lo mismo, una redundancia. Por lo mismo sorprende que, en Evita city, cuando el fercho se niega a abrir la puerta, una nenita de unos 16 o 17 años comienza una batalla a patadas contra la puerta. La nena, vestida de trapera con una sutil mezcla entre el estilo de L-Gante o el Duki, es de contextura pequeña. Lleva los ojos hiper delineados y quiere subir a cualquier costo. Queda claro que tiene los ovarios llenos de esperar, pero a diferencia de los otros 30 que se cubren del sol con la sombra del refugio, ella decide hacer algo. Es cierto, poco útil y elegante, pero algo. Como el embotellamiento no afloja la nena se pasa más de 5 minutos meta patada, golpe de puños y escupitajos contra la puerta. Un trajeado se acerca para intentar calmarla pero la piba le dirige una mirada de desprecio, semejante a la que deben dirigirnos los dioses cuando nos escuchan pedir boludeces, como ganar un partido, la inmortalidad, tener sexo con modelos y esas cosas.
Nadie arriba del bondi da signos de reconocer su existencia. La vemos, la escuchamos pero no le damos entidad. Como dicen esos que venden coaching, emprendedorismo, criptomonedas y tortas decoradas adoptamos una actitud pasivo-agresiva mirándola de reojo para que no se sienta habilitada. Sin embargo, como siempre hay alguien a quien lo mandás a robar y toca timbre, la piba descubre una mirada burlona por acá, una media mueca sonriente por allá y se brota. Está desencajada, posesa y si le dan un cuchillo te tajea las cubiertas, amasija al colectivero o se cuela en la fila para las vacunas. Cuando empezamos a movernos hace ademán de tirarnos un cascote. Los de arriba nos atajamos, los de abajo no hacen nada pero miran avalando, justificando para sus adentros pero sin el valor para acompañarla. Uno de arriba del bondi, varios asientos más adelante, cerca del chofer, sentado contra el vidrio, abre la ventanilla y le muestra un chumbo plateado que refleja los rayos del sol. La piba se detiene en seco. Deja caer la piedra. El bondi arranca. Nadie dice ni pío. Cuando llegamos a Constitución busco con la mirada al del chumbo. No parece policía.
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Noche, tipo 20 hs. Corrientes y Mario Bravo. Los veo una cuadra antes. Son un grupo de tipos vociferantes frente a una vidriera. Algunos están en cueros. Por los acentos entiendo que hay unos cuantos hermanos latinoamericanos y algo más cerca veo en la montonera unos negros furibundos. Por un momento pienso que se juntaron a ver un partido del mundial. No entiendo nada de fútbol pero como todos están con eso no sería de extrañar. Hay cierta violencia en el aire. Empujones, boqueadas. Hinchadas contrarias, pienso. Infaltable a sus pies el reguero de latas y botellas de cerveza, tetras de vino, bolsas con chicitos de colores. Cuando llego me doy cuenta que la pifié. El local de la vidriera es una agencia hípica. Tiene un televisor a la calle de 50 pulgadas donde transmite las carreras de caballos de varios hipódromos. Un montón de animales corren como si en eso les fuera la vida con unos tipitos de colores sobre el cuero. Cuando uno medio verdoso pasa la línea de llegada todos empiezan a putear. Uno le da piñas a una de esas cajas con cables que hay en cada cuadra y que no se sabe si son de electricidad, telefonía, internet, gas, agua o correo postal. Solo uno se mantiene callado mirando la pantalla. Uno de los negros. En un segundo todos se dan cuenta y lo miran. Está petrificado. De adentro del local sale uno, acento argento, y le grita
-¡Ganó el tuyo, pelotudo!
La monada lo felicita, le cachetea la cabeza y cantan algo en ritmo tribunero que suena a
-¡Embe paga la birra! ¡Embe paga la birra!
-Y la ricarda- grita otro.
Embe y los otros negros lo miran como diciendo
-Te fuiste al carajo.
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Subte C, dirección a Constitución, un rato después. Sentados frente a mí tengo a 3 tipos con loockete de albañiles. Van tomando vino en damajuana. Es raro. En los ochenta era común que se vendiera así pero luego aparecieron los tetrabrick y chau tu tía. Ahora las venden en casas de delicatessen y esas cosas, más como rarezas que como un formato popular de envasar el vino. Son caras. Sin embargo, estos le están entrando como si la sed les carcomiera las entrañas. Hace un calor de la San puta y eso debe estar caliente. En la estación Belgrano suben dos señoras grandes, no viejas, pero que ya no se cocen en un hervor. Al oler el vino una empieza a las arcadas. Parecen que van a hasta Constitución pero se bajan en la estación Independencia porque la nauseosa no da más. La gente abre un hueco alrededor de los tipos porque parece que la baranda está potente. No la siento con la misma intensidad porque, a diferencia de ellos, sigo usando barbijo en el transporte, no sea cosa que el bicho me mate por boludo apurado.
Uno de los albañiles le dice algo al que tiene al lado. Es inentendible pero suena a un
-queolfusjsnfbehsyxydvsh hshdhshhdvtl m’mboretá.
El otro le contesta
-Carlitos está bien, tranquilo. ¿No Carlitos?- dice mientras mira al tercero. El aludido eructa y acto seguido vomita litros y litros de un barro rojo con pintitas. A la monada no le dan los pies para cambiarse de vagón. En la estación San Juan alguien va y le dice al maquinista. Aparece un guardia. Habla por teléfono. El asunto se pone lento y la monada se queja porque les ve intensión de cortar el servicio. A nadie le causa gracia caminar las 10 cuadras que faltan hasta la Constitución, porque son diez cuadras oscuras, en una zona turbia. A mí me da asco pasar por la puerta de canal 13 así que me sumo al reclamo. Arrancamos. Al llegar a la estación nos están esperando unos flacos de limpieza. Tienen caras de que les cortaron la birra o el mate. El mal humor se les nota y llevan una manguera de esas de apagar incendios. Sin esperar que baje el último pasajero le mandan agua al interior del vagón con borrachos y todo. Me quedo a mirar de puro chusma. Mojados de pies a cabeza, los bebidos se ayudan entre los tres a salir. Arrastran sus mochilas. Dejan la damajuana al costado de un tacho. Está vacía. Cuando llegan a la escalera uno de ellos, acaso el más sobrio, dice, les dice o se dice a sí mismo mirando hacia arriba
-Qué difícil va a estar esto ¿no, Carlitos?
No creo que a Carlitos le importe lo que dice. Vomita desde la escalera.