El calor, como el peronismo, es incorregible y siempre vuelve, pero peor. Este año, por ejemplo, cayó antes. Cuando todavía ni soñábamos en bajar del aparador la ropa de verano apareció y nos dejó con poleras y bufandas en mitad de un desierto de 28 grados a la sombra. Se nota por el olor que despide la marea humana apiñada dentro del colectivo y se nota, sobre todo por la primera piba desmayada de la temporada. Agustín de Hipóna (o Tagaste si uno es muy pero muy requeteculto) proponía que un signo es algo que está en lugar de otra cosa. La desmayada es, pues, un signo de que los colectivos más o menos modernos apenas tienen ventanilla. ¿Por qué? Porque los construyeron para tener aire acondicionado en verano, calefacción en invierno y que la gente no desperdiciara nada corriendo los vidrios. Eso sí, siempre y cuando le hagas mantenimiento y pagues la energía necesaria para que funcione. Sin embargo, en tiempos de libertad de mercado donde el empresariado patriota y la burguesía nacional te flexibilizan hasta el papel higiénico el asunto no es tan lineal. En invierno apuestan a que la montonera con su calor humano te afloje el frío, ergo, no hay calefacción. En verano, o temporaditas de calor, bueno, arréglate como puedas porque las ventanillas están atornilladas o no alcanzan a cubrir la demanda de smog. Eso mismo –joderse- le sugería el chofer a la piba que venía pidiendo que alguien abra algo antes de desmayarse hasta que ¡pum! Se cayó. No rodó ni se golpeó por la presión de la gente a su alrededor. De hecho, cae cuando la disposición de la monada cambia en la rotonda de Ciudad Evita. El colectivero la encaró como si fuera una recta y de casualidad se acordó de doblar. Ahí empezó el griterío. La piba se desvaneció y tarda en reaccionar porque a diferencia del verano casi nadie tiene una botellita de agua encima. Un tipo se apiada y comparte con ella un poco de agua tibia que saca de una botella que tenía en el fondo de la mochila. El tipo es un laburante random que pide que le hagan espacio a la flaca para respirar. Se descuelga la mochila que llevaba puesta al revés para que no lo afanen y empieza a sacar herramientas y ropa. Llave ingresa, medias, cinta aisladora, una toalla, shampoo, 2 destornilladores, un buscapolo y la botella, que es de Pepsi, pero lleva agua. Dice que le tiren un poco en la cabeza y la cara, pero que no la tome porque no sabe el tiempo que hace que está ahí adentro.
El colectivo se detuvo frente a la iglesia mormona guachiguau que está sobre la Richieri. Nos pega el sol de lleno. Mientras debatimos si es mejor dejar a la piba tirada y que se muera como Juan Moreira o dar la vuelta hasta la salita de Laferrere y que nos recontra jodamos todos la piba vuelve en sí. Como no escuchó la advertencia del laburante en un descuido manotea la botella y le pega un trago. Al toque la escupe. Dice que tiene un gusto medio lejano a nafta. El tipo dice que es el olor de la mochila que se le pegó a la botella, pero vaya uno a saber cuál es la verdad porque en un tiro, cuando la flaca se incorpora, le huelo el pelo húmedo por los salpicones y sí, tiene olor a gasoil, aeronafta o alguna fragancia de taller mecánico. La gente le empieza a hablar a la flaca para ver si se ubica en tiempo y espacio. Cuando empieza a hablar de corrido la monada mira hacia el chofer que se quedó en su asiento tarareando canciones de trap que pasan en una radio zonal que escucha como si la sordera fuera un destino inminente. Arranca de tal forma que las cubiertas quedan marcadas en el asfalto. Todos nos zarandeamos. La piba dice que se llama Mariana, que va a capital a renovar el certificado de discapacidad. No llego a escuchar si de ella o alguien más. Dice que le bajó la presión porque no desayunó. Con el correr del viaje cuenta, casi en confianza y con la mirada perdida, que hace varios días que no come o come mal, que no tiene un mango. Algunos de los que la rodean asienten como si compartieran algo o mucho de esa suerte. Otros, automáticamente dan vuelta la cara, o se ponen sus auriculares, o se enfrascan en sus teléfonos porque a todos nos gusta ver el muerto en la autopista, pero no fumarnos la tragedia de una vida que se pierde, de eso que se encarguen otros. Y por lo general, cuando aparece un pobre que por alguna razón exhibe su pobreza, la monada cierra sus bolsillos y sus ojos, no sea cosa que los mangueen.
La piba tiene puesto un pulover de alpaca que hubiese sido excesivo incluso en un invierno noruego. Los brazos tienen el grosor de un cordón de zapatillas. El pelo pajoso hecho un rodete. Le faltan unos dientes y aun así no es una chica fea. Con una mano de cartas más amable tranquilamente podría haber sido modelo, pero le tocó el conurbano. Tiene unos tatuajes con tinta china bastante tumberos en la mano izquierda. Escucho a un viejo decir por lo bajo que si en lugar de tatuarse hubiese gastado la guita en comida seguro no se desmayaba. Un pibito le da la razón. Otra flaca, algo más solidaria, intenta explicarle que no tiene nada que ver, que capaz que era un tatuaje de tiempos en los que le iba mejor, que esos tatuajes son caseros, pero nada, el viejo no se mueve de su posición. El pibito la mira con desprecio hasta que la pibita se da vuelta para no seguir gastando saliva. Ahí aprovecha y le relojea el culo. El viejo también mira. Ambos se sonríen. Les dura poco la alegría. Antes de la General Paz nos detenemos junto a otro millón de vehículos. Embotellamiento. Están ensanchando la autopista y en lugar de hacerlo de noche para laburar cómodos y sin joder a nadie lo hacen de día para que todos miremos lo mucho que se esfuerzan. Aparecen decenas de pibitos entre los autos vendiendo cosas: repasadores, gaseosas, sandías fraccionadas, vasos hechos con botellas de vidrio. Desde arriba vemos como algunos de los autos suben las ventanillas y traban las puertas por miedo a la horda primitiva. Alguien le grita al chofer que por piedad abra la puerta de atrás para que entre algo de aire. El chofer, generoso, les hace caso. Uno aprovecha y le compra a los pibitos ¼ de sandía. Le saca el film y la parte al medio. Pide la colaboración de todos los que están entre él y la piba que todavía está medio aturdida y le hace llegar la mitad. La piba agradece y le manda un tarascón. De apoco le vuelve el color a la cara. En silencio se le llenan los ojos de lágrimas. No es a la única. El aroma dulzón de la sandía nos mejora un poco el viaje.