El 3 de mayo de 2019 fue la última vez que hablé con la Princesa Margarita. Fuimos compañeros mucho tiempo en la orgía de egos al que llamo lugar de trabajo, una dependencia estatal que habilita la fumigación de escuelas sin ponerse colorada.

La Princesa Margarita llegó de la mano de un pibe al que llamaremos El Sátiro, un biólogo molecular que tenía por costumbre echarse unos polvos en la oficina con una flaca de otra dependencia. Esperaban a quedarse solos y le daban a la matraca. Los enganché 3 veces pero no se dieron cuenta o se hicieron los boludos para no quemarse. Les gustaba hacerlo sobre el escritorio de los jefes. Unos campeones. El problema radicaba en que los dos estaban casados. No eran muy silenciosos y por eso les saqué la ficha. Cuando uno se acostumbra a escuchar el ruido seco del sello sobre el expediente el gemido del orgasmo se destaca bastante. El Sátiro ahora da clases en la facultad de exactas y a la flaca me la cruzo en el ascensor. Creo que sabe que yo sé pero no intercambiamos pareceres al respecto.

La Princesa Margarita era una de esas chicas 10 en todas las materias. Se había doctorado en un asunto inentendible de las células animales o algo así. Había laburado en uno de esos institutos de investigación de la gran puta pero como se había peleado con su jefe de doctorado había caído en desgracia. Ella había hecho todo lo que hay que hacer para ser científica y una pelea boluda la había dejado sin el futuro soñado. No lo superaba. Padecía la arrogancia de quien se sabe poseedor de la verdad. Todo aquel que cuestionara un ápice el saber consagrado era para ella un ignorante o un pelotudo. Una actitud complicada cuando tratás con políticos. No entendía que en el Estado no necesariamente debe primar la razón. Así que acababa siempre por quedar entre ceja y ceja de los jefes de turno que la boludeaban y humillaban. En algún punto, por más que terminara siempre frente a mi escritorio llorando sus penas, creo que eso le gustaba. Le daba aires de Sócrates ante la Heliea o de Jesús ante el Sanedrín.

Curiosamente curtía el mambo de la astrología. Nunca entendí cómo carajos hacía para que convivieran en su cabeza el racionalismo más puro y el delirio más inconsistente pero lo llevaba bien y, como nunca le aumentaban el sueldo, en algún momento hasta curró unos pesos haciendo cartas astrales.

La princesa Margarita estaba casada con un físico teórico que se ganaba la vida dando clases para otros físicos teóricos. Cuando Macri llegó al poder, obvio, se quedó sin laburo porque sabemos que a los macristas no les gusta nada que la gente piense en cosas que no se pueden dibujar o espiar. Así que el chabón quedó en la lona y se mantenían con lo que ella aportaba, siempre al filo de que la rajen. Hacían unos mangos cuidando unos perros coquetos de sus amistades de clase media acomodada. La princesa Margarita era muy racional, pero como muchos otros que después se quisieron cortar las pelotas lo votó a Macri haciendo uso del lado paranormal de su cerebro. A pesar de parirla nunca se arrepintió.

La verdad es que lloraban una pobreza que no era tan acuciante porque se iban seguido a una casa en la costa no sé de quién y tenían un depto. super lindo en Villa Devoto. Varias veces me pidieron que les cuide el rancho y a unos perros para poder hacerse escapadas de finde largo y como no me costaba nada les hacía la gauchada. Querían pagarme pero siempre los saqué cagando. Me caían bien.

La princesa Margarita era una mina intensa en la forma de sostener sus opiniones. Una rompebolas de un hiper perfeccionismo sin sentido alguno. Pero querible.

Una vez, en medio de esas temporadas en la que la boludeaban, con su marido sin laburo y con el dictamen en contra de los astros, vino a llorar a la oficina. Me contó que como su marido era igual a ella no se adaptaba a las changas o laburos que pegaba. Y ella, como era joven, quería viajar y hacer cursos por el mundo y vivir muchas experiencias y que, como no podía hacer todo aquello en ese momento, había decidido congelar sus óvulos. Todo entre lágrimas, desbordada. La idea era congelarlos para que, cuando la Argentina mejorara, ella pudiese hacer todo lo que tenía en mente y luego, ahí sí, ser madre. No recuerdo si llegó a realizar esa movida. Eran como $50000 y no los tenía.

Un día pegó un laburo en otro organismo y luego recaló en una empresa privada. Cuando se fue muchos nos alegramos por ella porque con su nivel de auto exigencia la iba a pegar, estaba sobrecalificada para cualquier mambo relacionado con la biología.

Me llamó un par de veces para ver si me copaba y filtraba algunos datos comprometedores a la prensa que la dejaban bien parada en vaya uno a saber qué ajedrez laboral. No me copé. Me acostumbré a tener laburo y a pagar la luz.

No pasó mucho tiempo cuando empezó a poner peros para vernos. Una vez me pidió que le cuidara la casa. Me mandó las llaves a través del Sátiro, que andaba por la zona. Fui, le cuidé la casa. Nunca me reclamó las llaves. La llamé mil veces y nada. Cuando me recibí la busqué por cielo y tierra. Ella era una de las responsables de que volviera a la universidad, me hinchaba las pelotas, me obligaba a estudiar, me tomaba lección. Quería festejar con ella, celebrar con ella. Cuando le conté me respondió un mensaje de compromiso. Al año volví a llamarla para decirle que aún tenía las llaves de su casa. Me devolvió unos mensajes pelados en los que solo me hablaba de su sobrina. Nunca más cruzamos palabra.

Otros que también tenían un vínculo con ella lo perdieron. Se borró, desapareció. Fue tan notorio el fantasmeo que tuve que dejar de defenderla cuando le sacaban el cuero. Muerta no está, la sigo en twitter y postea seguido cosas sobre ciencia. A veces la extraño.

El otro día me contaron que la eligieron para representar a la empresa en la que trabaja en una serie de encuentros que organiza mi laburo. Decían que se la escuchaba bien. No preguntó por ninguno de los que le escuchábamos el llanto. Tampoco por las llaves.