Resulta que luego de un centenar de días encerrado, en mitad de la cuarentena, en una de sus fases más duras, no hago más que escuchar historias de desconfinamiento a puro pechito gentil. Gente que conozco se jacta de salir, de reunirse, de escaparse para garchar y tomar. Me llega, incluso, la historia de unos conocidos, que salen a comer afuera, en un lugar que abre, secretamente, para que la monada deguste pizzas, tintos, escuche música y baile «pero bajito, para que no salte la ficha». Ok, no se jactan, pero se justifican como si luego de su esfuerzo tuvieran derecho a un «permitido». Capaz que sí, no lo sé. No me voy a poner en vigilante.

Conozco a alguien que le dice a su pareja que tiene que ir al médico para ponerla con gente del Tinder. Tengo una conocida que inició una historia de amor apasionado e intenso durante el encierro, con todo incluido: porno, porro, helado. Uno, en la ciudad de los runners, aprovechó la movida para caminar 40 cuadras hasta Palermo para comprarse la cerveza que le gusta. Había apalabrado a los dueños de un antro que fabrica birra artesanal para que le habilitaran unos cuantos litros y los chabones, desesperados por ver un billete, le abrieron la puerta cual si estuviesen ante el Cristo de Cafarnaún.

Otro que conozco caminó 25 cuadras para encontrarse con una desconocida y comprarle, de queruza, tres cremas antiage, para su tía, que estaba en cama y no podía salir. El lugar estaba hasta las bolas de gente. También de policía bonaerense a la que le chupaba todo un huevo porque, aunque le importara, no podía meter presos a 1500 tipos en las dos celdas roñosas de la comisaría de González Catán.

Hay otro que, literalmente, se viste de albañil para salir a andar en bicicleta un par de horas. Si lo paran le llora a la cana que salió a ganarse el mango. Por lo menos se toma el trabajo de buscar una excusa piola. El resto hace lo que se le canta el quinto fondillo del orto. No los juzgo. En la casa de unos vecinos hace uno o dos fines de semana hicieron una fiesta de cumpleaños. Mínimo 20 adolescentes escuchando cumbia hasta las 4 de la matina.

La semana pasada, salí a comprar puchos. Sí, sí, no era indispensable. Me hago cargo. En la esquina se habían reunido unos pibes. No eran pendejos, tipos grandes. Escuchaban un disco de 2 minutos y tomaban birra y vino en tetra. Estaba fresco. Uno tenía el tapabocas como bandana.

Conozco a un funcionario medio poligrillo del gobierno nacional que aprovecha el permiso de circulación que le dieron para pasear como un campeón, visitar amigos y ver si la pone.

Otro aprovecha que es sindicalista y cuando puede, plaf! sale de gira. O una que le saca el jugo a que sus padres viven lejos y manda fruta con que necesitan ayuda cuando apenas si promedian los 50 y están más sanos que yo a los 20.

Hace poco más de un mes, internaron a mi vieja. Me tiré el lance y me tomé un Uber. El chabón me contó que la estaba levantando en pala remiseando gente de acá para allá. «posta que llevo gente loockeada de fiesta pero ojo, solo por la zona, porque cuando cambiás de municipio capaz que te joden y para zafar tenés que poner la guita que ganaste durante el día».

Hace unas semanas fui a Morón a comprar remedios, antes de que habilitaran todo, antes de volver a cerrarlo. Nada cerrado. Todo abierto. Casas de ventas de instrumentos musicales, relojerías, casas de videojuegos, de venta de cómics. «Si te para la cana es para boludearte y sacarte un billete» me dijo uno que me vendió garrapiñadas.

El chofer del 236, detrás de la cortina de baño con pecesitos que le servía de protección, subió 10 personas de más y al llegar cerca de la plaza de Morón les dijo que se agacharan por si la policía que está frente a la catedral se apiolaba y los hacía bajar, que él se copaba y los llevaba de onda pero que no quería quilombos. Le agradecieron y se sentaron en el piso. Era un buen samaritano, porque en la parada quedaron como 30 infelices sin subir.

En la tele veo a todos esos políticos, como Vidal, que por encima de cualquier recomendación se contagió por verse con su chongo periodista. O esos famosos que no parecen muy esenciales pero que van de programa en programa diciendo boludeces y recomendando a otros que se guarden.

O esos padres que metieron a sus hijos en el baúl. O esa piba que hace unos meses con tal de garchar hizo lo mismo y lo contaba en vivo por redes. O esos que organizan altas parrandas o baby showers en las provincias. O esos judíos ultraortodoxos del Once que no se bancaron las ganas de entrarle a los saladitos o esos evangelistas de San Pedro que no se pierden una temporada de Cristo y sus amigos o aquellos secuaces de San La Muerte, en el Chaco, que deben estar de parabienes. O esa compañera de cursada online que entró tarde al zoom de la clase porque se fue de Quilmes a Villa Domínico a comprarle un pulover al gato y lo contó como si nada.

Por ahí la estoy pifiando por ser zarpado en obediente. Por ahí debería sentirme probo por hacer lo que me dicen. O por ahí soy simplemente un boludo atómico. Tengo la impresión de que la última opción es la que garpa.