Los memoriosos recordarán que a principios de los ’90 la publicidad de un banco extinto sentenciaba: “un buen nombre es lo más importante que uno puede tener”. Nombres propios. Individualidades. Sería hacerle un desplante ingrato a la historia olvidar que por aquellos tiempos, también, usábamos los cascotes del muro de Berlín para levantar más de un shopping center. Pero la cosa va por otro lado.

Desde que tenemos memoria se dice que los regímenes latinoamericanos son hiperpresidencialistas. Razón no les falta, en nuestras pampas tanto como en la puna, los desiertos y las selvas deforestadas los parlamentos tienden a ser una escribanía donde se corrobora o se impugna testimonialmente la voluntad de quienes detentan el poder. Eso de la representación popular dejémoslo para los buenos deseos de navidad o los manuales escolares. Sabemos que no hay transparencias entre las constituciones y los hechos.

Hablamos de presidentes débiles o debilitados, fuertes o fortalecidos. De sindicalistas, de empresarios, de gobernadores, de inspectores escolares, de directores técnicos en esas condiciones. Nombres propios. Individualidades. Personalismos se les dice. Hay una corriente filosófica de posguerra con ese nombre pero no viene al caso. Hablamos de gente que parece ser la sustansación del poder que detenta. Pensémoslo un segundo. En nuestra vida cotidiana entendemos al poder como algo que alguien tiene y lo sabe o no usar. Si el aula es un quilombo la culpa es del maestro. Si algo no nos satisface como consumidores pedimos hablar con el gerente o “el que manda”. No hay una concepción del poder como una fuerza que circula en un espacio (real, virtual, conceptual). Siempre es alguien.

La culpa es de Macri, decimos, no de sus votantes o de los sectores económicos y sociales a los que representa. La culpa es de Cristina, decimos, no de sus bases de sustentación ni de los intereses económicos y sociales que representa (o representaba).

“Baradel se cuida solo” dijo Mauricio en su discurso como si el sindicalista fuese el dueño de su sindicato, como si un solo individuo bastara para traccionar la voluntad de otros miles que se ven por él representados contextualmente. Lo mismo ocurre en las elecciones. Le piden al dirigente que perdió que le diga a sus votantes que voten por otro como si éste tuviera la potestad sobre las voluntad íntima de los otros. “Si Nico del Caño nos apoyaba con su 3% estos putos no nos ganaban”. Lo escuchamos mucho. Como si votar por Scioli hubiese sido igual que darle play al cassette trotskista de Puán 480 o de la facultad de sociales. “Él, Nestor, nos devolvió la dignidad“. No, fueron unos cuantos que la remaron para que eso pasara. Gracias Nestor, besos al más allá. “La revolución se resentirá sin Fidel”. No, la revolución se resentirá si los grupos de interés que atraviesan a la sociedad cubana se cansan de ver cómo los que consumen celulares lindos y aspirinas son los otros.

Ningún liderazgo sustentado en una imágen personal puede dar buenos resultados. Ni Vidal, ni Carrió, ni Lanatta llegaron a donde están porque parecían copados sino porque a su alrededor se generaron redes de consenso -nefastas-. La imagen personal de Anibal Fernández lo hizo gobernador de Buenos Aires solo en la cabeza de Roberto Navarro.

Recuerdo dos hitos. El primero, una remera de los Gun’s & Roses con una imagen de Jesús de judea con el lema “destruye a tus ídolos”. La segunda, esas pintadas tras la muerte de Perón que decían “muerto el perro se acabó la rabia” y debajo, con humor y lucidez “somos la rabia”.

¿Se entiende? ¿No? Así me gusta.