Hay problemas en la autopista. Ok, es normal. Pero el chófer, fiel exponente de la sociedad argentina, decide hacerse el pistola y apurar la cosa. ¿Qué hace? Se baja de la autopista y se dispone, presto, a cruzar toda la ciudad de Buenos Aires, olvidando que le pagamos para otra cosa. En un cúmulo de malas decisiones elige, váyase a saber por qué, ir por la avenida Directorio en vez de utilizar el metrobus del sur, que estaba más cerca y era más rápido.
Hay un millón de autos. Hace 40 grados. Hay cinco bebés vomitando hace media hora. El olor agrio lo invade todo. La gente suda a mares. Un viejo le grita al chófer desde el fondo enumerándole los errores. El chófer clava los frenos en medio de la avenida. Bocinazos. Se para y le empieza a gritar al viejo que por qué no maneja él, que es un desagradecido de mierda, que se está fumando el olor de los pendejos por todos nosotros. Las embarazadas le gritan. Está desencajado. Yo, que estoy del lado del sol, junto a un bebé vomitón y me caracterizo por tener una paciencia china ante la estupidez ajena, me dispongo a surtirlo en cuanto se vaya al carajo. Total qué me importa, siempre quise apuñalar a un colectivero y justo tengo una trincheta en la mochila. Pongamoslé que sea una estocada limpia en el abdomen, sin aviso. Supongamos que intente defenderse. Con prisa y sin pausa un corte trasversal en el cuello que cercene la arteria subclavia. Sangre manando a chorros por su cuello bañando mis manos y haciéndome feliz. Luego lo trozamos y lo devolvemos a la forma humilde que merece, la de la mierda. La sola idea me da ganas de masturbarme.
No hace falta tanto, el regurgite cremoso y pútrido de una bebé le humecta la camisa desde los hombros hasta la cintura. Se calma. Comprende y acepta su lugar en el orden de las cosas creadas. Se sienta y sigue manejando. Total, todavía faltan 50 minutos largos.