Ojalá los colectiveros mueran expectorando sus pulmones. Que sufran en vida la muerte infame de sus hijos. Que en todo despertar no encuentren más que el sin sentido de la vida. Que todo amor sea para ellos vacío, falso, corto, hiriente.
Quieran los dioses que para los colectiveros la vida sea un valle de lágrimas, una gehena sin hitos ni asientos. Que el frío los hierva y el calor congele. Que allí donde vayan les aúllen perros y lobos, que le graznen las urracas y los cuervos sobre el dintel de Palas Atenea solo les digan “nevermore“.
Que los abandonen al pie del altar, que les den un premio y luego se lo quiten. Que sus amantes les digan que sus pitos no las satisfacen, que su sueños tengan siempre la descorazonadora consistencia de lo imposible, que los muerda un perro labrador, que la droga que compren esté adulterada en el conurbano, que les dé epilepsia por mirar Pokémon, que les de sida por masturbarse sin forro.
Ojalá que los dioses se apiaden de la gente buena y los colectiveros se queden sin butaca en el cine, que sus nietos les digan que quieren más al otro abuelo, que sus hijos los defrauden y lean de corrido diferenciando sujeto y predicado, que no puedan comer con sal, ni tomar café ni comer chocolates con menta. Que no haya luna alguna para el colectivero que mira al cielo en el entierro de sus padres, que los impuestos siempre den con ellos, que ninguna de sus maestras del primario recuerde sus nombres ni sus rostros. Que agonicen solos junto a salas donde los jóvenes cojan y griten y convoquen a la vida, que en sus tumbas no haya ni los rastros lejanos de un nombre supuesto.
Si hay al menos un grano diminuto y nimio de justicia que no haya, entonces, poeta que cante sus hazañas, ni enemigo que los honre.
Que los colectiveros pierdan la memoria y las uñas y los dientes y los pelos de la cabeza y la gente de bien se les ría en la cara cuando los vendedores de peines los dejen de lado. Que todos sus pendrive dejen de funcionar cuando más los necesiten, que la impresora les manche los formularios de pensión por viudez, que sus novias los dejen por tipos más jóvenes, más lindos y adinerados. Ojalá que no haya colectivero en todo el mundo al que se lo prive de su ración diaria de tristeza, amargura y desconsuelo. Que mueran miles y miles a diario hasta que la humanidad deje de recordarlos y entonces se conviertan en olvidos errantes, en fantasmas de fantasmas que vaguen por el vacío entre los astros por la eternidad toda y un minuto más. Que cuando tomen entre sus manos o sus labios lo deseado y lo querido lo pierdan todo, que no tengan nada, jamás, nunca.