El mal querido Mario Benedetti reclama en uno de sus poemas defender la alegría de la obligación de estar alegres. Algo de eso se respira en estos días. La necesidad de parapetarse contra la sonrisa navideña que invisibiliza los conflictos, contra el teñir de rojo y verde el gris de cotidianidades que no podrían sostenerse a colores. La obligación del regalo como forma de hacer honor a Marcel Mauss o a nuestra naturaleza social con el fin de que la suegra y el primo y la novia nos dejen en paz durante los primeros días del año.
Las fiestas son la puesta en escena de nuestros vínculos como deberían ser, la mención en forma de mantra de los buenos deseos que deberíamos tener y no tenemos, de la solidaridad que deberíamos blandir como bandera de batalla y de la que no tenemos ni míseros jirones. Bajo las hojas del muérdago no nos compadecemos un poco más de quien duerme en la calle, de quien se hcsina en una cárcel del conurbano, de quien no puede pagar un aborto. Nos ponemos en el lugar de sentir lo que se debe y como fallamos hay algo que sentimos que no está bien. Hay algo en la sidra destapada y los chocolates, hay algo en el pan dulce y en las lucecitas del árbol que no cuadra en el orden de las cosas creadas.
¿Por qué las ausencias pesan más? ¿Por qué los muertos a medio pudrir, por qué los muertos cuyos huesos ya son polvo de la tierra se hacen presentes con más fuerza? ¿Qué los (a)trae? ¿El ruido de los fuegos de artificio? ¿El espacio vacío en la mesa que ahora ocupa el nuevo novio de la cuñada de la tía? ¿Y los que se fueron a vivir sus vidas lejos de la nuestra? ¿Por qué vienen? ¿Por qué no se van a comer garrapiñadas allí donde están y nos dejan en paz con el pionono inmundo de la melancolía?
Basta de canciones alegres y villancicos tropicales para ocultar el réquiem que silbamos en silencio. Basta de mentir que bebemos por el gusto de compartir la bebida. Basta de hacer una enumeración inexacta de los días que nos cascotearon el rancho de los sueños sin culpa. Basta de esperar el regalo por haberse portado bien y no gritar en el tranvía.
Papá Noel no vendrá de la forma que esperamos. El año acabará o dará comienzo pero no cuando el sol complete la vuelta de su calesita; lo hará cuando los actos cambien de registro, cuando su sentido sea otro y no éste. Y nadie, ni siquiera los reyes magos, nos lo puede anticipar.
Una copa levantada. Algún deseo digno de uno mismo. Recuerdos buenos y de los otros. Y la alegría como escudo, como torreón de ceño fruncido, como un cinismo desubicado y mordaz para enfrentar al único enemigo, al último: el tiempo.
Me cierran el bar. Chauchas■