A cierta altura de la vida todxs podemos decir sin sonrojarnos que afectivamente nos han boleteado alguna que otra vez. Cosas que pasan. Sufrís un tiempo como si te tiraran un carbón hirviendo en mitad del pecho y vivís muriendo y resucitando por obra y gracia de un espíritu no muy santo que para bien y mal no se rinde y te arrastra. Un día, meses, años después, te despertás y ya no duele y lo único que te recuerda esa temporada es una cicatriz cocida con alambre San Martín oxidado.

La historia de las artes está escrita así, es su argamasa primera. Si solo se contaran historias dichosas, hijas de la felicidad y la esperanza, las artes serían una montaña de caca. La literatura y la música, principalmente, dan cuenta de esa tradición tan humana de exorcizar ese desgarro a fuerza de creatividad. No siempre el resultado tiene un resultado al gusto de todos pero hasta el sufriente más poligrillo se las da de poeta y escribe su desamor. Los resultados, claro está, suelen ser asquerosos, como esos versitos de morondanga que vienen en el chocolate dos corazones. Lo mismo pasa con la música. El pibe que solo toca la flauta dulce, cuando lo dejan, compone una suite en ocho movimientos para piano y orquesta en memoria de su amor extraviado. Suena peor que un reguetón, la destinataria vomita al escucharla y para colmo la familia del tipo se la tiene que fumar a fin de año antes de la cena.

Ahora bien, en tiempos transidos por la tecnología el desencanto y el desamor también adquieren el matiz de lo lúdico. Si hay una industria que vende a pulso de llanto cada producto entonces lo nuevo es una oportunidad. Así que a alguien se le ocurrió hacer videojuegos con historias de abandono y tristeza y qué va, la cosa funciona. Hace unos meses un estudio español de diseño de videojuegos publicó Gris (ya hablé de él en otro lado). Una historia de depresión re bajonera con resultados excelentes. Otro estudio europeo acaba de sacar otro, Sayonara wild hearts. La historia de una piba que tiene que remontar un abandono. La diferencia con el anterior es que en este último la música juega un papel fundamental. Uno diría que la banda sonora de un abandono está obligada a ser como un martillo caliente clavándote las bolas a una chapa. Pero no. La banda sonora de este juego es pop, y no cualquier pop, no el pop de adolescente semi en bolas de Lali, no el pop lacrimoseante, principezco y monogámico de Axel ni el pop reviente con aires tropi urbanos de Becky G. El pop de Sayonara wild hearts es el viejo y querido pop retro-synth wave de los años ochenta que musicalizaba con instrumentales las imágenes de bucolismo cosmopolita de División Miami. Porque sufrir, lo que se dice sufrir, no tiene que ser necesariamente una oda a Silvio Rodríguez. Ni tampoco tiene que ser un pasaje al metal noruego donde el boleteo amoroso confluye con la angustia existencial hija de que papá y mamá se separaron jóvenes y no se ponen de acuerdo quién aguanta al nene los fines de semana cuando tienen más ganas de coger y tomarse unas líneas de merca que mirar con sus bástagos Paw patrol.

Sayonara wild hearts apunta a todo eso y supera eso para que veamos eso y escuchemos eso como quien no sufre o al menos tiene la dignidad de sufrir eso sin tanta cosa maricona en el medio. Sus creadores han tenido la gentileza de subir la BSO (banda de sonido original) o la OST (original sound track) o como poronga quieran llamarla a Spotify y a Youtube completo para que lo escuchemos mientras pelamos las papas fritas y recordamos ciertos besos y abrazos en plan bailable con movimiento de patita incluida. Cosa que se agradece como al maná en el desierto. El creador de este ambiente sonoro no es sino Daniel Olsén, ya conocido en el medio por musicalizar otras rarezas independientes como Ilomilo (2010) o Year Walk (2013).

Si el juego es bueno o no, eso queda a criterio del jugador pero hay que decir que si realmente la idea era contar una historia de cómo alguien supera el fin de una relación el que la escribió se coló una pepa. Si tienen problemitas de epilepsia no la jueguen porque los escenarios low-poly brillan de una manera fuera de cualquier salubridad visual. Es adrenalínico hasta el paroxismo y difícil como la mierda. Como todo desamor, pero al menos más entretenido y sin necesidad de visitar ni a un psicólogo, ni aun cura. Y mucho más efectivo que mensajear a la persona amada a las tres de la mañana para que te conteste su nuevo novio pelado pero con más plata y pasaporte.

Sufran con una sonrisa, putitxs. Eso.