El Sombras no se llamaba El Sombras, le empezamos a decir así cuando el grupo sombras se hizo famoso con su hit La ventanita. El Sombras estaba plenamente convencido de ser igual a Daniel Agostini, el cantante. Alto, pelo largo ondulado. Cierto sex appeal entre litoraleño y guaraní de las profundidades conurbanenses.

Había repetido 129 veces y aun así debía materias desde el jardín. No tenía la más mínima afición intelectual salvo jugar esporádicamente al ajedrez. Un compañero que competía en los juegos bonaerenses le enseñó para que le hiciera de sparring y El Sombras aprendió. Un día apareció con algo único: un tablero de ajedrez inteligente. Se podía jugar contra él que tenía dentro una computadorita o algo así y marcaba las jugadas con unas lucecitas de colores. Era un flash. Mil años antes que cualquier soft de pc. Lo envidiábamos fuerte. Por eso y porque al ser casi 3 años más grande ya salía y apretaba con flacas cuando nosotros todavía nos masturbábamos con Flavia Palmiero. Se dice que algunos aún lo siguen haciendo. No niego ni confirmo la especie.

La cosa es que El Sombras, todos los lunes, nos relataba su fin de semana, a dónde había salido, con cuántas minas había apretado, todo lo que había tomado, aspirado, fumado y sobre todo, con cuántos se había peleado. Porque una de las características principales de El Sombras era que atraía la violencia. Eso pensábamos al principio cuando todavía no nos dejaban salir de noche y solo contábamos con sus relatos. En no pocas ocasiones llegaba luciendo con orgullo su cara moreteada de las piñas y con el mejor tono de superado decía:

-¡No saben cómo lo dejé! Durante un tiempo lo creímos y luego se lo poníamos en duda para joderlo, para molestarlo hasta que se ponía violento cargoso y ya no era divertido porque, como se dice ahora, “te desconocía” y se iba a las manos de la nada. Le pasaba seguido.

Cuando El Sombras contaba sus secuencias de violencia lo hacía así:

“Al salir de la parroquia iba caminando tranquilamente contemplando el paisaje nocturnal hasta que, al cruzarme con unos desconocidos, me preguntan la hora y me piden fuego. Como no uso reloj y no llevaba lumbre les dije que no a las dos cosas deseándoles una noche próspera. Los sujetos, seguramente mal vivientes y envidiosos de mi porte, se dieron entonces a la actividad más execrable y cobarde: atacar de a varios a una persona sola. Afortunadamente pude defenderme dejándolos tirados pero vivos pues a nadie se le niega la piedad”. Lo contaba más o menos así pero sin eses, ni sujeto y predicado y probablemente no usara las palabras nocturnal, lumbre y execrable.

Cuando crecimos un poco y empezamos a caminar la noche junto a él descubrimos que la secuencia bien podría haber sido

“-Iba borracho después de que me echaran del prostíbulo. Unos pibes me preguntaron dónde era la parada del 297. Les dije que se fueran a la concha de su madre por chetos putos. Le piropeé el orto a la novia de uno que estaba con ellos y les revoleé una botella. Entonces los zarpados vinieron a pegarme. A uno le pegue una patada en la cara pero el otro me acomodó con un palo, el muy cagón”.

El pibe era un peligro para todos los que lo rodeaban. Y si uno no lo secundaba en sus peleas se convertía en un cagón.

Dentro de un boliche hacía 4 cosas. Bailar cumbia haciendo los pacitos que aprendía en Pasión de Sábado, o Pasión tropical o como fuere que se llamara el programa ese por aquel entonces. Tomar cerveza caliente. Desafiar a pelear a todos los patovicas y hacer una hora de cola en el baño para mojarse los rulos “porque a las chicas les gusta el efecto transpirado”.

Nos preguntábamos cómo alguien como él hacía para ponerla y nosotros no. En especial cuando se ponía en plan sensei y nos explicaba cómo besar, tocar una teta y mandar mano bajo el pantalón de una chica. Como era mayor de edad alquilaba por nosotros películas porno que luego los que tenían videocasetera se pasaban. Siento vergüenza al recordar esos maratones en que cada uno llevaba su escena favorita para mostrarle al resto cuán ducho estaba en el análisis cinematográfico del género.

Una de dos, o El Sombras tenía los gustos más denigrantes en pornografía o el del videoclub que regenteaba era un enfermo porque lo que traía era patético. Una vez, éramos como 7 en una casa. Cae él con 3 películas que teníamos que ver sí o sí para que aprendiéramos algo porque según su opinión era hora que dejáramos de ser unos boludos. Puso la primera. Era una larga secuencia filmada desde un helicóptero de una playa europea donde se veían mujeres haciendo topless. La Costa Azul, Montecarlo, un lugar de esos. Hay más sexo en el evangelio según San Marcos. Otra de las pelis era una especie de film independiente checo con gente actuando una versión de Caperucita roja. A lo sumo un par de besos babosos y un peluche al aire como para que aplaudamos. Nada más. La última fue una película con un hermafrodita que contaba su vida y decía que su condición se debía a que su madre, queriendo abortar luego de una serie de relaciones promiscuas, se había introducido una percha y había mezclado sus genes. Lo increíble era la escena de la madre metiéndose efectivamente la percha, parada en una escalera. Había travestismo, sadomasoquismo y lluvia dorada. Varios terminamos vomitando en nuestra inexperiencia con la variedad. Aprovecharía la voleada y, debido al trauma de ver esa bosta, le echaría la culpa al Sombras por mi debut sexual tardío. Pero la verdad es que la puse de grande por ser un boludo. La película El Hermafrodita (Deville, 1988) y El Sombras no tienen nada que ver.

Era complicado visitarlo. Vivía a 100 metros de la parada del bondi pero como todo el barrio se la tenía jurada había que dar un rodeo como de 5 cuadras para poder irse tranquilo. No convenía ni preguntar por él ni que lo viesen a uno en su compañía.

El Sombras una vez surtió de lo lindo a un pibe que se había apretado a la novia de un amigo. El Sombras vio que su amigo estaba triste y eso lo enardeció. Fue ahí nomás, en el patio del colegio. Con corridas y gritos y profesores reteniendo pibes dispuestos a beber sangre. Otra vez, él, uno de sus hermanos y otro flaco se enfrentaron en un baile a 30 tipos. Solo ellos. El otro flaco juró no volver a salir nunca jamás con ellos y cumplió. En ciertos barrios aún se narran episodios de esa noche.

Hablando de hermanos tenía como 1000. Conocí a 2. El Ángel y Citizen. A Citizen lo traté poco. Era bastante más chico que él y nosotros y cuando te veía, le cayeras bien, mal o más o menos te decía “¿Qué hacés sopla pitos?”. No pasaba de los 11 años. El Ángel era como El Sombras pero peor. Mucho peor. En todo. Posta. Lo habían expulsado de todos los secundarios al sur del río grande. No pasaba los 17 y había estado detenido varias veces por pelearse en la calle. De adentro de los patrulleros los milicos le gritaban que se portara bien y él les respondía con educación y por rango

-quédese tranquilo, mi Principal, me porto bien, acá los pibes me cuidan-

-Ustedes pórtense bien que también van adentro, eh- Nos dijo uno cierta vez mientras las bolas se me subían a la garganta.

El Ángel era tan tan extremo que llegó una vez a un cumpleaños pálido y con un ataque de nervios. Decía que había matado a un tipo en el arco de Pontevedra. Que le había querido afanar la bici. Él se defendió, le puso una mano, el tipo cayó, se dio la nuca contra el cordón y la quedó. Lo creímos en el acto. Conociéndolo, nadie dudaba. Lo del afano, bueno, estaba en veremos, digamos. Salimos corriendo hasta el lugar para ver el cuerpo y para sorpresa de todos no había nada más que un manchón de sangre. Fuimos a preguntar a la remisería que estaba a unos metros y los tipos nos dijeron que no habían visto ni sabían nada. Eran conocidos en el barrio por soplarle todo a la cana. Volvimos a la fiesta. El Ángel se puso en pedo y se carajeó feo con unos pibes que hablaban mal de Javito, el cantante del grupo Red.

Lo crucé hace años en Morón. Se había vuelto evangelista luego de una temporada de falopas heteróclitas y multiformes. Se había casado y vivía para su familia y la iglesia a las que agradecía haberle salvado la vida de las garras del maligno. Había cortado vínculo con El Sombras.

-Ese no se cura- Me dijo -Siempre de bardo. No aprende más.

Luego me predicó durante una hora de viaje al ver mi interés por su cambio. Me invitó a su iglesia y todo. -Te va a hacer bien- Me dijo -Lees muchos libros. Preferí quedarme con la duda sobre lo que quiso decir.

El Sombras siguió en contacto con el grupo un tiempo largo hasta que los excesos empezaron a invadirlo en todos los órdenes. Se volvió adicto al juego. Se gastaba todo lo que ganaba en el bingo y quedaba en bolas. Iba a casa de sus más cercanos a pedir alojamiento para no volver a la suya y contarle a sus viejos primero y a sus parejas después lo que había pasado. Caía un miércoles a las 3 de la matina para invitarte a una joda en Berazategui.

Una noche, ya más grandes, promediando la veintena, estaban él y otro de los pibes, caminando por El Palomar. Volvían de un recital de Heroicos Sobrevivientes en Ciudadela. Se cruzaron con un patrullero. El Sombras los verdugueó. Los policías bajaron y de allí en más una larga secuencia de hechos que incluyeron un simulacro de fusilamiento y varios días de cama; pero libres y vivos o algo parecido a eso, pero con fracturas y moretones.

Por alguna razón que nadie supo precisar nunca el tipo era una persona querible, al menos por un rato. Tenía un grupo de amigas incondicionales que lo defendían a capa y espada contra cualquiera. En una reunión en la que El Sombras no estaba el novio de una de ellas deslizó, apenas sugirió una crítica contra él. La mina le dio un soplamocos delante de todos y le advirtió que jamás dijera nada de El Sombras. Y agregó mirándonos

-Ustedes pueden decir la mierda que quieran de El Sombras, porque son unos ingratos, pero vos -y miró a su novio- vos cerrás el culo si querés seguir cogiendo gratis.

Parece haber sido una buena oferta porque llevan 20 años de matrimonio.

Al Sombras lo crucé en el tren un par de veces. Se ganaba el mango como cualquiera pero también estaba metido en algo un poco reñido con la ley. Salió en la tele un par de veces por culpa de eso. Se casó y tuvo hijos. Le perdí el rastro.