La gente en la cola dice que esperó durante una hora y media el colectivo. Yo lo esperé sólo veinte. Pude subir de casualidad, contrayendo la panza y dejando abajo la indignación de haber viajado 2 horas al más pleno garete.
Hay veintitrés criaturas arriba. La mitad llora. Afuera llueve y nadie abre las ventanillas. Una trabajadora sexual conocida del chofer no sabe dónde colocar o qué hacer con su descomunal busto. No hay modo que se acomode el escote. Ni que los cuatro tipos a los que está apretujada miremos para otro lado. Los cuatro somos respetuosos, ni una mueca, ni una mirada cómplice. Uno cierra los ojos y mueve los labios. No llego a ver qué tiene bajo el brazo pero lo adivino evangelista por la pilcha. Los otros dos son gente de laburo con más ganas de una birra que de mirar unas tetas grandilocuentes. Las ventanillas siguen cerradas. Todos transpiramos salvo el chofer que tiene la suya entreabierta y cada tanto le tira un comentario a la trabajadora sexual que le responde con chistes guarros.
-abran, che, que hay criaturas que no pueden respirar- reclama una mujer que no abre la suya por no mojarse.
Me duele la nuca de tanto mirar al techo. Si bajo la cabeza tengo el escote a diez centímetros de la cara y abarca todo el ángulo de visión. Me rindo. No voy a cerrar lo ojos y voy a bajar la cabeza, ya lo decidí -tranqui, negri, por menos que esto te cobraría pero hoy invita Norma- me dice la mina más pilla que Satán- el chofer se caga de risa. Sólo atino a sonreírle agradecido por poder mover el cuello sin quedar como un pajero.
Al bajar unas cuantas personas en Ciudad Evita puedo girar con algo más de libertad. La mitad de los infantes está mamando a teta suelta. Una de esas madres no llega a los quince años. Rápidamente abandono cualquier cavilación al respecto. Cierro los ojos. Lamento no tener ninguna fe que me consuele de este viaje de mierda.