Hace muchos, muchos años, cuando Máximo K. todavía no jugaba a la play pero tenía un family re copado, viajar al colegio en Pontevedra era un asunto arduo. Pontevedra está en Merlo, casi casi en la frontera con Kathan city, que está en La Matanza. Digo casi porque antes, yendo por la ruta, está el Barrio Las Torres, que se llama así porque hay…torres, muchas, de alta tensión. Los vecinos unos campeones para bautizar lugares. En fin, la cosa es que Pontevedra araña los 150 pirulos y siempre se destacó por tener 3 focos productivos. Más que Formosa, por ejemplo, así que atenti, eh. Pequeños a medianos emprendimientos agrícolas, entre los que se encuentran la floricultura; en aquellas épocas 3 frigoríficos del carajo y para finalizar, escuelas. Muchas escuelas. A fines de los 90, cuando los padres de los que hoy votan a Milei y a Espert votaban a Menem y a Cavallo, la ciudad había entrado en crisis por la desocupación y había quienes sospechaban que el único sector productivo que sobreviviría a la convertibilidad serían las escuelas. Hoy no sé cómo serán los números pero en aquellos años eran 3 secundarios (2 privados y 1 del Estado), 3 primarios y quichicientos jardines de infantes. Ninguno daba a basto para toda la población de Pontevedra, Kathan city, Las Torres y otros 35 barrios de la zona. Apilaban gente a morir en las aulas y aún así era difícil pegar una vacante. Viajar, como un círculo heraclíteo, era un karma. Hoy putearía si tuviese que hacer lo mismo todos los días durante 5 años pero, joven y al recontra garete, había días en los que era divertido subirse a las 6 de la mañana a un bondi repleto y viajar literalmente colgado de la puerta, cagado de frío en invierno, esquivando las escupidas que los pibes de otro colegio te tiraban desde arriba, cuando te veían colgado, o desde abajo, cuando el bondi no les paraba. Cada tanto se caía alguno y ahí la quedaba. No íbamos a detenernos por uno entre miles corriendo el riesgo de que alguna preceptora conchuda te pusiera media falta y quedaras libre.
Ahora por suerte el acoso en los medios de transporte no es bien visto pero aquel era otro mundo y ahí arriba pasaba de todo. Acoso, sexo, drogas, alcohol, piñas, producción en masa de machetes para exámenes, clases de cómo armar porro. Yo fui a un par de esas. Una pibita de otro colegio tenía los mismos horarios de salida y un día, en el asiento del fondo nos explicó a mí y a otros incautos la técnica. Era una muestra gratis, después vendía el producto. Era rubia y gordita y besaba de una manera extrañísima, haciendo rulitos con la lengua. Lo recuerdo porque la saludé una noche en una fiesta de su colegio y, medio bebida, medio pasada de rosca o medio medicada, casi me viola en un rincón y fue, durante años, lo más cerca que estuve de ponerla. Le agradezco el gesto desde aquí y espero que haya dejado las drogas porque si siguió tomando porquerías de la forma en que lo hacía se debe haber muerto antes de que renunciaran López-Murphy y Fernández Meijide.
Para llegar desde mí casa tenías 3 líneas de colectivo legales y 1 ilegal, comúnmente llamada El trucho. Era una línea de colectivos destartalados, descartados por las empresas legales, sin seguro ni seguridad alguna, con choferes de dudosa idoneidad y que cumplía un rol fundamental en el ecosistema de transporte: te llevaba. Era siempre un último recurso porque no aceptaban el boleto escolar. Oferta y demanda, papi, ¿No te gusta? Fundá un partido y ganá en las elecciones. No les fue mal. Dejaron de funcionar definitivamente cuando los ricos trajeron el covid al país.
En invierno los colectiveros tenían por costumbre no cerrar las puertas. Cómo los choferes de larga distancia que te ponen o sacan el aire acondicionado en función de cuánto les rompés las bolas, los colectiveros, estirpe indigna de cualquier dignidad, dejaban las puertas abiertas para que el piberío se calmara y no les destrozara el boliche. Era una edad del mundo en que los colectivos estaban decorados, personalizados, tuneados según el criterio de su conductor habitual. Cada colectivero le ponía las cortinas que quería, le pegaba espejitos, botellitas, posters y stickers. Aún se veía el fileteado y te cortaban el boleto a mano en una maquinita que incluía varios rollos de colores que te daban según a dónde fueras. Tenían estéreos y recuerdo uno de la línea 205 que junto al asiento tenía un estante con una decena de cassettes que cambiaba mientras manejaba, cortaba boletos, te daba el vuelto, te puteaba por no tener cambio, atendía el timbre y piropeaba a las pendejas que se subían el rodete de la pollera del uniforme. Hoy, la despersonalización tecnológica y la uniformidad estética de los colectivos los transformaron en no-lugares, como dice Marc Auge, espacios de tránsito anónimo y flujo de masas. La diferencia radica en que él lo dice de los aeropuertos europeos y yo de unas mierdas con aire acondicionado que igual te dejan a pata en mitad de la autopista y son una esponja de enfermedades de todo tipo.
Todo esto viene porque en el metrobus del km 29 suben 10 pibitos y un par de pibitas. No deben superar los 15. Se nota que van a una pileta porque usan ojotas, bermudas, gorritas de colores. Llevan bolsos, conservadoras, pelotas, cual contingente de jubilados que va a la playa o a las termas. La comparación es imprecisa por dos motivos: el primero es que uno, grandote, morochón, con brazos laburados y musculosa lleva un changuito repleto de botellas de alcohol en vez de una bolsa llena de remedios para la presión. El segundo es que dos de las pibas van en malla. No, no. No es que se les ve la malla debajo de la remera o se la adivina por los breteles. No. Están en malla, suben así al bondi. No llevan pantalón, ni pollera. Usan pareos y gafas de sol super coquetas. Solo falta que saquen boleto hasta Villa Gesell. Agradezco que la concurrencia sea educada porque se rifan varias guarangadas de índole sexual y una de las pibitas en malla tiene todos y cada uno de los números. Un viejo de unos sesenti largos que tengo sentado al lado dice, como queriendome dar charla
-Eto no `e puede cree`e`un degeneramiento- No le contesto pero veo como no puede sacarle los ojos de encima. El grupete playero sabe que llama la atención y le gusta. Hablan a los gritos, dicen barbaridades pero no son opas. Las dos pibas en malla se acomodan en un rincón y el resto las rodea. Se bajan en Ciudad Evita. El colectivo espera que corte el semáforo. Cuando se pone en verde arranca. El grupete todavía está cerca. A santo de nada uno de los pibes se baja la bermuda y nos menea el culo desnudo mientras el resto se ríe. Hijos de puta -pensamos todos- podría haber sido la piba.