Sábado. Una hora reloj esperando el bondi bajo la lluvia. Hay 20 personas apiñadas bajo el refugio. Uno tiene un cigarrillo electrónico mal calibrado y cada vez que pita parece una elección papal. Una bola de humo blanco densa se queda como una niebla a nuestro alrededor a pesar de la ventisca. Hay alguna otra cosa además de tabaco en ese aparato porque la monada se abre aun a riesgo de mojarse hasta las tetas. Hago lo mismo. Salgo del refugio y abro mi paraguas con forma de espada que me regaló una amiga y por el que a veces me para la policía porque, posta, tiene una pinta de katana que da calambre.

Como el paraguas es grande y hay mucha gente en el lugar se me suman, sin invitación alguna, una parejita con una bebé. La nenita grita descontrolada porque no quiere un saquito que su padre intenta ponerle. La madre tiene tres estrellas de colores tatuadas en mitad de la jeta y está en los albores de una obesidad mórbida. El pibe tiene pinta de que necesita alimentarse más y mejor con urgencia porque no llega a navidad.

En el grupete bajo la lluvia está La Roja. La Roja no se llama así, pero tiene el pelo de un color parecido. Tiene la piel de un blanco mortuorio. Es preciosa y tiene una costumbre común entre las jóvenes de hoy: anda semi en pelotas hasta en junio.

Ojalá que sea mayor de edad porque de no ser así la primera vez que apareció en la parada mi imaginación cometió una serie de delitos tipificados como de una gravedad de la san puta.

Por supuesto que no me registra ni de casualidad y lo bien que hace. Le llevo, fácil, dos décadas de ventaja, 50 kilos de balanza y no entiendo ni la mitad de las cosas que dicen los pibes de esa edad. Su bondi viene al toque. Con ella se va la parejita que usurpaba mi espacio paragüil y casi todos los otros.

Como también se fue el del cigarrillo electrónico descompuesto los que quedamos podemos volver al refugio. Somos 4. Otra parejita, yo y un tipo que venía en bicicleta al que se le rompió la cadena y paró ahí para no mojarse más cosa muy improbable porque está hecho sopa. El tipo se sienta en el banquito de cemento, saca un tetrabrik de vino y le da un par de tragos. Lo deja a un costado. Luego saca una piedra del bolsillo y una cajita. Se pone a afilar anzuelos, gigantes, como si en la zona se pudieran pescar tiburones, ballenas franca austral o megalodones. Hace un ruidito bastante molesto riiiinnnnnnnnnn, riiiiinnnnnnnn. Debe ser contagioso porque la parejita también se pone a afilar, pero en sentido figurado. Y le ponen una actitud envidiable teniendo en cuenta que están casi bajo la lluvia, con dos extraños al rededor.

Viene el colectivo. El chófer va de kathan city a Buenos Aires a la velocidad de la tortuga de la paradoja de Zenón. Cuando bajamos llueve a cagarse. Uno que está en la parada le dice a otro “el mundo se viene abajo”. Pelotudo -pienso- eso ocurre desde el mismo día en que nací.