En las escaleras internas de la estación de tren, las que unen los baños del subte con los andenes del ferrocarril Roca, está la vida tal como es, sin mediaciones. Una mujer está tirada en el suelo. Esta embarazada, sucia, desarropada. Dormitando sobre su panza duerme una nena de unos cinco años. La mujer mendiga. Está borracha, drogada o ambas cosas. Tal vez padezca alguna alteración mental. Se le nota cuando habla, cuando las palabras se le estiran en la boca y le raspan la garganta. Siempre está ahí, día y noche. Nadie le da nada. Es agresiva en su pedido. Lo dirige a la multitud. Cuando increpa e individualiza consigue lo mismo: nada. La nena siempre duerme. Si no lo está se arrastra por el piso. No tiene nombre. La mujer no lo pronuncia, le habla impersonal, imperativamente. “veni”, “andá”, “soltá”.
La escalera es la que da al baño de los hombres. Ellas están en el primer descanso, en el que sigue hay gente durmiendo entre cartones. No piden. Solo duermen. A veces no están. No se si son los mismos o cambian. Los escalones de mármol están combados en los bordes debido al paso constante de personas. Miles a toda hora durante miles de días. La piedra más noble no dejaría de cambiar ante la rutina mecánica y cotidiana del ir y venir. La otra escalera, paralela, no la conozco.
En el hall central el mundo no cambia de tono, sólo de dimensiones. Una virgen central, carteles luminosos y un techo enorme, altísimo, inútil, hijo de una época en donde se auguraban grandes cosas pero se colocaban los cimientos de la pequeñez futura.
Ir y venir. Partidas y llegadas. Galerías dormitorio, galerías dormideros, galerías con panaderías, kioscos y puestos de pancho. Lúgubres. A media luz. A fuera no es mejor. Una pátina de modernidad se la da el metro bus. Ficciones. Una cuadra más allá, una calle más acá, la noche es la misma. Basura de los restoranes y los transeúntes. Vendedores venidos del África profunda, trabajadoras sexuales, vendedores de droga al menudeo. Locales que venden cosas inútiles a las 3 de la madrugada, casas de comida donde duermen la mona gente sin rumbo, de verba triste y modales violentos. Veredas escupidas, nunca barridas ni lavadas, multicolores, con baldosas rotas donde conviven palomas y preservativos, palitos de helado, colillas de cigarrillos, botellas vacías y pis humano en las esquinas.
Luces de neón de boliches de cachaca y cumbia. Policías preparados para todo y colas interminables de gente queriendo salir de ahí, huir de ahí, subir al colectivo, sentarse si los dioses lo quieren, y soñar durante todo el viaje que la claustrofobia de ese mundo no es real, que solo es una bruma que lo nubla todo.