Me llamó Lisa, el falo, como le decían en esos antros psi que frecuentaba cuando niñata. Más o menos al inicio de la cuarentena había pegado un chongo. Para alguien que venía de una relación de 15 años que se apagó lenta y cansinamente el encuentro con un cuerpo distinto al que dictaba la costumbre debió ser algo así como el maná en el desierto o como encontrar guita en un jean a fin de mes. Un golazo. Pero se terminó. Después de 10 meses de pasarse días el uno en la casa del otro, de coger en todos los rincones y leer a cuatro ojos los mismo libros parece que se terminó. Chin-pum!
Lisa habló de amor y el chongo, tan deconstruido que parecía, tan de vuelta en todo, tan lindo y perspicaz salió recontracagando porque una cosa es planear viajes con alguien y otra cosa es dejar de ponerla variado por comprometerse afectivamente. No vaya a ser cosa que dejemos mal parado a Zygmunt Bauman. Los pibes de ahora le dicen a eso fantasmear. Antes le decíamos borrarse y supongo que antes de eso hacerse el boludo.
Casi que puedo entenderlo al chabón. Venía de una relación con la mina de su vida que seguro lo dejó después de varios años por alguien con un pito más creativo. Y él, intelectual con libros publicados, psicoanalista en formación y carilindo medio pelo de Instagram se encontró en los albores de la cuarentena dura con una agenda reducida y unas ganas de ponerla a lo pavote que no dejaban lugar a exquisiteces. Y se cruzó con Lisa, o ya la conocía. No me quedó muy claro porque mientras ella me contaba la historia por teléfono al mismo tiempo revoleaba floreros contra la pared y el ruido no me dejaba escuchar lo que decía.
Lisa curte el mambo de los estudios de género. Desde que se separó de su ex marido encontró en el feminismo un espacio intelectual donde pensarse. Se ríe de ella misma y un poco también de sus compañeras. Ella misma les dice feminazis pero lo hace con gratitud. Cuando les contó lo del chongo fantasmeador las pibas le dijeron algo así como que «debía repensar el rol del amor romántico en su vida». Casi el título para un libro de Luciana Peker.
La psicoanalista le dijo que debía darle espacio al duelo. Como todos esos son consejos piolas pero que no sirven para un carajo me llamó a mí, que justo me había rateado de una clase online de Didáctica para buscar unos cómics de Linterna verde y los Omega Men que estaba echando de menos. Cuando empezó estuve tentado a decirle que celebrara haber estado cerca del amor, que después si se da o no se da es una casualidad de morondanga que la mayoría de la veces está fuera de nuestro control. Estuve tentado a confesarle mi malsano deseo de que esas parejas nóveles que se fueron a vivir juntas con la excusa de no estar solas durante la cuarentena se separen cuando la vieja libertad les sople las braguetas pero la verdad de la milanga es que no supe qué decirle. Porque a cierta edad, cuando uno ya estuvo de todos los lados del mostrador, lo único que puede hacer es escuchar al otro rumiando su llanto y nada más. Sabe que dar esperanza a la larga es inútil porque el otro se queda pedaleando en falso sin llegar nunca a ningún lado, se desespera y piensa en el chumbo del abuelo que está escondido en el ropero. Sabe que si le dice algo parecido a la verdad, el otro no le va a creer, lo va a putear y seguirá adelante con su tristeza gozosa. Y en el fondo es ser cruel con alguien que acude a uno en busca de un paraguas, un salvavidas o cualquier cosa que se parezca a un abrazo. Así que Lisa habló. Y habló y habló y habló durante horas. Y habló de la naturaleza del amor y de las relaciones actuales. Habló de la existencia del alma y del sentido de la vida. Habló de por qué Neil Gainman escribió Sandman y de las críticas de James Burnham al trotskismo de la Cuarta Internacional. Habló hasta que no pudo más. Hasta que la arena de la angustia le raspó la garganta y pudo ver detrás de un cortinado desteñido de lágrimas, que el chongo fantasmeador era solo eso. Que por más que se vendiera a sí mismo como alguien mejor, que publicitara sus libros con cara de profundo y mirara su ganso como Arturo contemplaba a Excalibur, por más que hiciera todo eso, no dejaba de ser un tipo común y corriente, pleno de defectos y miserias como lo somos todos. Un herido más que para evitar ser lastimado clavó el puñal antes. Ojo, cuando uno es un sorete, no hay éxito ni megusteadas de Instagram que te haga olvidarlo. Igual, yo no sé nada de eso, me contaron que le pasó al amigo de un amigo.
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Creo que en la clase de la que me ratié iban a hablar de cómo los constructivistas valoran el error como camino al aprendizaje. Como todo en la vida, cuando aprendés la lección es cuando ya la pariste. No hacía falta fumarme dos horas de clase para eso.