El loco saca un parlante y se pone a predicar mientras rapea. Me lo veía venir porque desde que subí revisaba un nuevo testamento y lo memorizaba entre dientes. También porque tiene cara de haber estado una o dos temporadas en una granja. El tipo tiene cierto talento para la rima. No es Olga Orozco, claramente. Tampoco Jaques Prèvert. Le falta bagaje lexical pero nadie nace sabiendo. Lo que dice, en términos místico-religiosos, es de una inocencia voluntarista que a la larga siempre termina en cruzada genocida o irrelevancia desesperanzadora. Él flashea buenas vibras y el advenimiento de un mundo mejor, como todos los chotos del mundo, vamos a decirlo.

Agradece el respeto que no tuvo la gentileza de dispensarles a otros cuando puso el parlante a un volumen imposible. Se saca la gorrita y pide una colaboración para solventar los gastos que le ocasiona servir de testigo de la gloria del señor. Al ver que me chupa un huevo lo que hace y no reacciono a su invitación a salvar mi alma se dedica a rapearme y predicarme desde el metrobus del 29 hasta la estación de Laferrere Town. Intenta tirar pasitos que acompañen su flow pero no le da el espacio. El bondi estalla y va a paso de hombre. Cuando se baja él sube una flaca en silla de ruedas que obliga a una reestructuración profunda de la disposición del no man’s land, ese espacio entre el frente y el fondo del colectivo.

Voy espalda con espalda con alguien que no consigo ver. Competimos por el espacio con una actitud corporal pasivo-agresiva. Nos robamos pequeños territorios en función del vaivén del bondi. Creo que debe ser un tipo por la altura y el grado de resistencia que opone.

En un giro inesperado de los acontecimientos quedo enclavado en el cubículo junto a la de la silla de ruedas. Detrás tiene sentado un skater de pelo violeta y gorrita que se saca el barbijo cada cinco minutos y lustra su patineta con una franela. Le pone empeño y cariño. Al lado de él va un viejo repleto de tatuajes tumberos desde las manos hasta el cuello y la cara. La pinta de narco santafesino no debe favorecerlo mucho en Tinder. Los tatoos son de los viejos, esos azules que con los años se difuminan. El tatuado no lleva barbijo, ni bien ni mal puesto, no lo tiene. Debe creerse mejor que los otros. Cuando subimos a la autopista le abro la ventanilla de par en par. Se le vuela hasta el nombre.

La paralítica se queda dormida con el celular mal agarrado y en un frenazo, cerca del Mercado Central, sale disparado y me da en un huevo. La silla también y me da con los apoya pies en las canillas. Pienso en el meme de la maldita lisiada de la novela de Thalía. Me cuesta bastante agacharme para levantar el celular de la mina; primero, porque no hay lugar ni para respirar, segundo, porque, posta, me duele el huevo derecho en serio. Me lo quiero agarrar para hacerle sana-sana, pero quedaría muy muy feo. Tengo muy cerca la cara de la lisiada que se acaba de despertar y ni siquiera agradece que le haya devuelto el aparato. La persona con la que va sí, ella me agradece con un gesto de cabeza.

Cruzamos la General Paz y el tránsito no mejora ni de casualidad. Otro viejo, uno que va sentado detrás del skater abre la ventanilla y empieza a vomitar algo anaranjado. Junto al bondi va una combi de una agencia de turismo que viene desde el aeropuerto de Ezeiza. Los turistas de la combi tienen el vómito del viejo en primer plano. Todos miran la secuencia. Un oriental le saca fotos.