Pueden decir que soy un tipo de la vieja escuela, llamarme nostálgico, tradicionalista, un punto afín a folclores pretéritos, un misticista adorador de dioses antiguos y caducos. En fin, un retrógrado. Y sí, es cierto, todavía uso barbijo. Lo uso bien puesto, además. Lo uso el tiempo que el paquete dice que es útil, además. Y en honor a la verdad, uso dos, además. Uno de farmacia medio careli y otro de tela de kiosko del conurbano que me regalaron. Los uso juntos, por las dudas. Me siento más seguro, en especial cuando me subo con 89 tipos durante dos horas en un espacio donde entran 30 y no abren las ventanillas porque se les enfría el pechito. Uso alcohol en gel, además. Me lavo las manos, evito el mate, saludo de puñito y me di tres vacunas, además. Lo hice constar en mí perfil de Tinder, para hacerme el sexy. No la pongo nunca, además, pero ese es otro tema.

Por todo eso cuando la piba sentada a mí lado se saca el barbijo y empieza a vomitar en una bolsa me siento tentado, primero, a huir despavorido; segundo, a cagarla a patadas y tercero, a hacer como si no pasara nada. Ninguna de las tres es posible. No puedo cambiar de asiento y, de hecho, si lo quisiera no podría incorporarme. Está parado a mí lado un tipo que usa una mochila puesta de frente para que no lo afanen. Es gigante, tiene pinta de pesada y está llena de algo que sospecho herramientas porque cada vez que se mueve se escucha ruido a metal. Me da justo a la altura del marote. Tampoco puedo pegarle a la piba por varios motivos tales como violencia de género, falta de empatía y, sobretodo, porque la piba es bien morrudita y sus manos son el doble de grandes que las mías. Tiene un aspecto de mal llevada que le sacan las ganas a cualquiera. Debe ser alta porque nuestras cabezas quedan a la misma altura solo cuando se inclina para vomitar dentro de la bolsa. Lleva una mochila de animal print. Usa calzas y botas. El pelo es largo y renegrido y los ojos están delineados a pincel de un azul grisáceo, como si fuera una de las integrantes de las Misfits, esa banda de chicas jodidas que se enfrentaban a Jem & the holograms, en aquel dibujo animado de los ’80. Tiene las manos y el cuello tatuados con nombres de bandas de metal nórdico. Solo reconozco una, Zyklon, que es el nombre del gas que usaron los nazis para cargarse a mis parientes en el campo de Treblinka. Seguidores de Milei y de Canosa hubo siempre, una lástima porque el mundo ya era lo bastante choto sin ellos y encima parió mí abuela.

La piba, precavida, anda con bolsitas. Lo que no tuvo en cuenta es que la bolsita le quedó chica. Luego de devolver durante 20 minutos lo que consumió básicamente desde que nació el resultado es una especie de bombucha a punto de rebalsar. Quien haya vivido en barrios de extramuros recordará que en carnaval el piberío picante llenaba las bombuchas no con agua de la canilla sino con agua y barro de zanja. Cuando te atinaban quedabas impregnado de un petróleo infame y oloroso y encima tu vieja al verte te cagaba a cachetazos por no cuidar la ropa. Bueno, esa es la estética general de la bolsita. Una piñata llena detritus humano semisólido, semilíquido y oloroso. Zafo de lo de último gracias al efecto de los dos barbijos y porque otra piba sacó un aspersor de alcohol, de esos de mano, y roció el ambiente. Un poco de más, creo, porque una voz salida de no sé dónde la puteó porque le entró en los ojos. Luego otra voz, distinta, se quejó también del olor. Al parecer no era alcohol puro o alcohol con agua sino con otra cosa, hierbas, perfume o algo. No me animo a indagar por temor a fumarme de regalo el barandón de vómito.

Hasta ahí, todo normal hasta que veo por el rabillo del ojo que la bolsita empieza a gotear. Eso sí que no. Cuando la piba hace una pausa le toco el hombro. Gira la cabeza. Me mira con unos ojos de ultratumba inyectados de sangre. Por ahí no están inyectados de nada pero entre el makeup metalero y la hinchazón de la jeta luego de tanta arcada el efecto es como mínimo inquietante. Le ofrezco un poco de agua. Es una Kin, la línea de agua mineral barata de Coca-Cola. Su sabor es tan extraño que si me dan a elegir entre ella y un trago de glifosato no sabría decidirme. Me la regalaron, obvio.

Cuando la piba acepta dice

-Graaaaaaciaaaaasas- con una voz gutural, ronca, onda Vincent Price.

Sin tener muchos ánimos de conversar con ella le indico que la bolsa está al límite. Sin solución de continuidad, se pone de pie, abre la ventanilla y tira la bolsa. Cae sobre el techo de un Fiat Siena estacionado en la puerta de un supermercado chino en Evita city. Cómo la velocidad del colectivo es la misma que la de una estatua puedo ver cómo la bolsa se abre y se derrama sobre el techo de auto, chorreando en todas direcciones. Del supermercado sale un pibe de rasgos orientales con bigote anchoita y ojotas que nos grita cosas incomprensibles a todos los que estamos en el colectivo mientras señala al auto y al colectivo. Está furioso mal. A la monada le causa gracia la secuencia. El chino al ver esa reacción se pone rojo como un tomate y saca del bolsillo una sevillana y la acciona, como en las películas. Cuando sale la hoja la monada ya no se ríe. El bondi arranca. Escuchamos los gritos del chino hasta perderlo de vista. La piba sigue vomitando.

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Pasado un rato, cerca de la General Paz, la piba se compone un poco y se duerme. Cuando salimos del metrobús, pasando avenida San Juan, un boludo en moto decide probar si es o no inmortal y encierra al bondi. El colectivero pega un frenazo y todos dentro de la unidad somos sacudidos como en un zamba. Vuela gente, carteras mochilas, un par de celulares, los apuntes de pensamiento científico del CBC de Barracas de una nena con la que compartimos bondi todos los días y, ¡tatán tatán! La mochila de la piba que se despierta sobresaltada y con un hilito de baba en la comisura. La mochila estaba abierta así que ese espacio diminuto en el que estamos enclavados se llena de caramelos. Sí, caramelos, si me apuran, diría que miles. De todo tipo, ácidos, masticables, de gomita, esas mierdas amarillas con gusto a miel y hasta caramelos media hora. No estaban en bolsa, sino sueltos. Con carpa estiro la mirada para chusmear el interior, más caramelos. Veo chupetines marca pico dulce y los clásicos de bolita de toda la vida. La ayudo a levantar todo. Me lleno las dos manos con caramelos y la piba me deja tirarlos dentro de su mochila. Vuelve a decirme gracias pero la voz es más normal y, con un sueñito a cuestas, compruebo que es muy linda y el sombreado le queda genial. Me regala una cajita de chupetines Baby-Doll. Cuando me los da le veo la muñeca. Tiene tatuada con letras decimonónicas la palabra “des sucreries“. En francés significa “caramelos”.