Barrio del Once. 12 de la noche. Espero el 86. El vaso de cerveza que tomé me cayó mal, como es costumbre desde que la juventud me dejó por otro. Bueno, mal lo que se dice mal, no. Me pegó triste, melancólico, nocturnal. Me pegó con una serie interminable de pequeños fotogramas, clips de segundos con caras y besos de otra edad del mundo, tan pero tan lejana que se borran en la irrealidad de la alucinación y el sueño. Y entonces lo que veo se calca sobre un recuerdo. Frente a mí tengo una pareja, unos chicos. No llegan a los 20. Él está de espaldas. Ella mira hacia mi lado. Tiene una belleza de rasgos serenos. Es rubia. Tiene ojos azules y acné. Mira al pibe directo a los ojos. Se le nota. Esas dos esferas hijas de la cópula entre mar y hielo tienen el brillo de ojos que aman con fuego. Mira lo que ama y ama con la revelación con la que se contempla la obra de dios desprovista de las máscaras de la carne y la experiencia. Lo mira y ríe, lo mira y sabe que esa mirada es correspondida con un don semejante. Nadie puede engañarse ante eso. Tal vez la deje mañana, tal vez la engañe y derrame su semen en otras sábanas y entrepiernas, tal vez al terminar su vida ella no sea más que una nota al pie en el cuaderno tachoneado de las sensaciones, vaya uno a saber, pero esa noche él la ama a ella y ella lo sabe.
Entonces viene a mí una imagen de mediados de los años 90. Morón, en la esquina de la facultad. Llevo a mi hermano al fonoaudiólogo. Cruzamos la calle. Una mujer, no recuerdo ya su rostro ni sus formas, espera en una parada. Llega el colectivo. Baja un tipo. La mirada de esa mujer aquella vez es la misma de esta chica. La mujer de mi memoria abrazó a ese pobre diablo como si esa carne redimiera de la muerte y la catástrofe de andar por el mundo respirando. Juro que en toda mi adolescencia romántica y patética no volví a sentir tamaña envidia como la que sentí en aquel momento. Quería eso para mí casi de una forma insana, casi egoísta, capaz del crimen y el delito por poseer y hacer mía esa mirada. Mi hermano me preguntó algo y le ladré, quizás le grité, quizás lo putié en silencio y maldije su estirpe, la mía, por tener que estar ahí con él y no allí con ella, por ser yo en mi vida y no otro en una dicha ajena. Pasaron más de veinte años de ese día.
El presente. Esta noche. Casi que esa remembranza se apodera de mi ánimo, casi que me dejo arrastrar por los bahos de un chupi berreta y sucumbo ante mis propias fantasmagorias. Casi. Pero una de las pocas virtudes de seguirle la corriente a la adultez es que las ensoñaciones, por suerte, duran hasta que arriba la necesidad. Y como espero un colectivo imposible tratando de que no me afanen vuelvo a chequear que todo esté en su lugar: teléfono, ok. Documentos, ok. Tarjeta sube, ok. Bien, punto para la responsabilidad.
Llega el bondi. Hasta la santa poronga. Hace una hora que no viene. Ella le dice al pibe -esperemos el otro- no hace falta respuesta. Él la toma de la mano y le estampa un beso baboso y largo. A ella le tiemblan las piernas. Gracias a eso consigo subir. Otros no tienen tanta suerte. Viajo colgado hasta la subida de la autopista cuando el colectivero me dice que si no me acomodo bien cierra la puerta y me jodo. Le hago caso, como buen adulto.