En una época de incipiente adolescencia se me dio por los cómics. Eran caros aunque fuera el uno a uno menemista. Mi abuelo me llevaba a comprarlos a una casa de venta de Revistas usadas en Mataderos que se llamaba Novelas Alberdi, un local que ya era viejo cuando amasijaron al pibe cabeza en una curtiembre de la zona. Con el tiempo el local también fue kiosco, luego solo kiosko y luego solo olvido.
Mucho antes de eso, cuando ya me había comprado toda la basura vieja que vendían, conocí el parque Rivadavia. Como era un pibe del conurbano profundo, que me dejarán viajar solo hasta ahí era mejor que el porno, y eso es mucho decir.

Hoy por hoy el parque es una triste sombra de lo que fue. Ahora es solo un reducto para fanáticos, gente que busca rarezas o descuentos. Atrás quedaron los años de gloria de piratería o el centenar de mesitas vendiendo lo que fuera, desde cassettes, canillas, literatura filonazi, porno de Alemania del Este hasta las obras completas del Manco Paz o la colección de la revista entre Tangos y cuerdas, que se la regalé a un ex suegro y me recontra arrepiento.

Era un lugar libre, caótico, medio marginal. Los puestos de la venta de discos estaban los domingos a la mañana. Luego se mudaron al parque centenario pero durante años pararon ahí. Caías un domingo a la tarde y entre las mesas y mantas del suelo dormían la mona los borrachos y drogadictos que había dejado la resaca del sábado a la noche. Eso era antes, antes que lo cercaran, antes que la comunidad de caballito, menos libertaria que la del Parque Centenario, canjeara el caos de la vida por la estética y la seguridad del prolijo zoológico de una clase media recoleta. Que se jodan, igual les cortan la luz, igual la gente va a drogarse, igual los putos y las tortas van y aprietan en el pasto.

En una de aquellas ocasiones viejas estaba yo revolviendo unas revistas de la liga de la justicia con mi cara repleta de acné y mi walkman al palo con Sui Generis, cuando el vendedor me saca la revista de la mano y me grita de mal modo que no es una biblioteca, que ahí no se va a leer sino a comprar, que si no pago, no leo. El tipo tendría unos veintipocos, pelo largo, gorrita, narigón, con una remera con la tapa del disco Troops of tomorrow de Exploited. Me dio mucha vergüenza que me cagaran a pedos y me fui. Lo volví a ver muchas veces los años que siguieron, siempre con la peor mala onda. Lo bauticé, para mis adentros, el forro. Yo crecía, el forro, también.

Hoy fui. Hacía un tiempo largo que no caminaba por ahí, pasaba por el parque pero nunca iba hacia la feria, a revolver libros, a ver discos. Pongámosle unos tres años. Ya cerca de la calle Rosario, cerca de la calesita que está cerrada, escucho que en uno de los puestos pasan tango a un volumen criminal. Bueno, me digo, es mi lugar, me llaman, a ver qué me regala el papá Noél de mi billetera. Cuando llego, está ahí, el forro. Narigón, sin gorra, con una pelada galopante, flaco con panza, como un liquit paper. Tiene una chomba azul de señor grande, del tipo que usa la gente que tiene que pagar el alquiler, obligar a su hijo a que estudie en verano para meter las 3 materias que debe y dudar si su señora anda o no con su compañera de oficina. Una chomba como las que uso yo, es verdad, solo que mis mambos son otros.

Empiezo a revolver las bateas de tango. Lo miro de reojo. Me mira de reojo. Sin mediar buen día me dice “no hay descuentos, no se cambia y no me desordenes los cds”. Sin sacarme los anteojos oscuros, le sonrio y le digo “te quiero mucho”. Le dejo la batea descartada y me voy sin comprar nada. A mi espalda escucho como rumia un sonoro “puto de mierda”.