—¡Veníamos surfeando como campeones, pero llegó la segunda ola y pum! en la pera— Me dice el colectivero, treintañero, conversador, ojeroso y pinta de cheronca venido a menos— yo estaba a pleno boludeando con los pibes pero ahora se cortó. Mucho viejo en la familia. Y la vacuna viene lenta, primero “los amigos”, después lo viejos, después la cana. Cuando me toque a mí voy a tener 40. Yo digo que me metan cualquiera, la rusa, la china, si con las porquerías que tomé cuando salía de caravana mirá si me van a hacer algo.
Cruza en rojo dos semáforos, dobla la esquina como un animal y sube a la autopista a 120. En el tablero le suena una chicharra pero no le da pelota. Pasa más tiempo mirándome a la cara que a lo que tiene delante. En un tiro, incluso, mientras me habla, contesta un mensaje de wasap. Habla con otro chofer. Le dice que lo espere en la cabecera, que tarda 10 minutos. Son 30 km. Atravesando medio conurbano.
No puedo esquivarle la charla. Me paró a mitad de cuadra, en una zona de mierda y con el bondi explotado. Es el último y si me dejaba de garpe llego pasado mañana y en pelotas. Mínimo le tengo que poner la oreja. Usa un barbijo con el logo de Almirante Brown pero del lado que no lo ven los pasajeros. No es boludo. Hay zonas en donde te matan por menos que eso.
Me cuenta que él se copa y le para a todos, no importa cómo vaya, porque no hace mucho que es colectivero y se acuerda de lo que es viajar dos horas en tren para que después el bondi no te pare cuando te faltan 30 cuadras para llegar al rancho. Le pregunto qué onda lo de las ventanillas abiertas y levanta los hombros —ni puta idea— me dice —habrá que ver en invierno o los días de lluvia a ver quién se la fuma cuando suba a la autopista y le meta pata a las 11 de la noche. A más de uno se le van a congelar las bolas.
Tiene razón. Afuera no hace frío pero la monada apretujada siente el ventarrón. Una vieja que va sentada en los asientos prohibidos con dos bolsas repletas de verdura hace el intento de cerrarla pero uno con pantalones de enfermero le dice que si quiere le presta una campera pero que la deje abierta. La vieja acepta. Uno que tiene al lado le mira la pilcha de arriba a abajo, lo piensa un segundo, pide permiso y se aleja. Un cagón. Una flaca lo mira igual, pero no se va. Se acomoda el tapaboca y se tira alcohol en gel en la cabeza. El enfermero levanta la vista. Andá a saber a qué dios le prende una vela.
Antes de llegar al peaje la policía nos para. La gente empieza a putear. El colectivero saca la cabeza por la ventanilla y le dice a un milico casi adolescente
—Pá, decile a tu jefe que nos deje seguir. Soy el último. Tengo a mil acá arriba. Van a estar dos horas pidiendo papeles. No te van a dar uno. Se da vuelta. Me guiña un ojo.
El milico llama por una especie de walki-toki y habla con alguien. Le contestan. Pide que le abran la puerta. La monada está en llamas. El pibe sube, se acomoda el chumbo. Llega hasta donde estoy. Imposta la voz y dice, casi que grita, —Ahora siguen, pero ojo porque en la semana vamos a estar eh, saquen el permiso— Se baja. Unos locos en el fondo del bondi, lo boludean y le tiran besitos.
Cerca de Laferrere empieza a bajar la gente. De arriba uno le grita a otro
—Acordate de pedir el permiso…a tu jermu, gato pollerudo.
—soy esencial, puto. Le contesta.
Seguimos. Aunque hay más espacio el colectivero baja un poco la voz, casi en plan de confidencia me dice —¿Viste? Ahora somos todos esenciales. Le preguntás a cualquiera y resulta que sin él se viene el mundo abajo. ¿Vos que haces? Me pregunta.
—Meto números en una computadora.
—¿Salvás al mundo?
—Ni de casualidad.
—¿Y por qué saliste?
—Tenía que regar las plantas de la oficina— Le digo. Se caga de risa. Lo peor es que es verdad.