Rodolfo Kush, un antropologo del carajo, tiene un texto ultra potente sobre el hedor en El Alto, en Bolivia. Cuenta que nuestra sensibilidad blancuzca se escandaliza por la otredad hedienta de los que laburan a destajo para poder vivir y morir bajo la opresión. Tiene razón. Tan acostumbrados a los desodorantes de cuarta y al olor al Plusbelle de manzana la occidentalidad epidérmica olvida que el cuerpo humano despide olores agrios. Por lo general, la civilidad con la que transitamos nuestros días, nos evita sentir y que los otros sientan nuestro olor. Hasta que llega la temporada estival, sube la temperatura, te apiñás en el bondi y sentís, a las 8 de la matina, un tufo a sobaco viejo, de mugres antiguas, de comidas con ajo, y transpiraciones sucesivas. Si no tenés para morfar, poco podrías destinar en artículos de tocador. Te re entiendo. En la Argentina casi 7 millones de personas tienen dificultades para acceder al agua potable, ok. El agua de González catán, según un fallo judicial del 2008, “no sirve ni para lavarse los dientes”. Pero algo, alguito, tenemos que poder hacer porque la sputza de este 96 no tiene parangón en ninguno de los 9 círculos del infierno. Dante no lo constata. Él, como era de esperar, hizo carrera en la historia de la literatura. Yo, que me lleno los pulmones con las toxinas secretadas por la sudoración de 50 pobres diablos; Yo, que no llego a subir y ya me zampan el olor a vómito de infantes descompuestos; yo, que huelo el pachuli vencido de mil viejas a medio pudrir y eructos de borrachos amanecidos; yo, hijo del hombre, moriré cualquier día sin nombre en una lápida, sabiendo que cualquiera de mis padecimientos carece de sentido ante los ojos de dios alguno.

-No conocerás nunca el cielo, pibe, -me dicen los dioses- para vos no hay disponibilidad.