Es muy raro que pase pero pasa. No se puede predecir, no hay modo de presagiarlo. Ocurre y ya. No tiene que ver con la hora, ni con la época del año. Es el silencio de viaje. Subís y todos callados. Ensimismados en sus propias cavilaciones lxs pasajerxs guardan silencio. Decenas de personas venidas de todas las partes del orbe, apiladas unas sobre otras, obligadas a la convivencia más brutal. Decir que cargan la resignación de quien va hacia el matadero sería injusto. Tal vez ellos sean el verdugo.
No hay radios ni auriculares de dos mangos sonando de fondo. No se conversa. No lloran los recién nacidos ni tararean los discapacitados. Nadie tose. Fijan sus ojos reconcentrados contra el vidrio o el respaldo del asiento que tienen delante y se pierden en sus ideas. Duermen o hacen que duermen. Flashean desesperación contenida, negocios que los saquen de pobres. Oran al dios desconocido letanías mudas. Cantan sus odas y anhelos moviendo de forma imperceptible sus pies y sus manos, sumergidos en su celular como quien busca el secreto de su rostro en un charco de agua.
Silencio. O al menos uno de sus hijos. Guacho de padre y madre llena el viaje de un arrullo metálico y grave. Da pena interrumpirlo. No hace falta aislarse de la comunidad de los hombres para no soportarlos. Están ahí en un estado de suspensión sonora.
Algunos van tensos, amargos, masticándose la uñas. ¿Quién va a morir? ¿Amigo, enemigo? ¿Habrán pagado, habrá comida, habrá ricarda en el bajo Flores? Hay silencio pero algunas caras levantan la perdiz de un diálogo interno a los gritos. Alaridos en la procesión que va por dentro.
A veces es el afuera más terrible el causante del silencio, el que recuerda que más allá del vidrio también es una selva inmunda sin tregua ni pausa. Una escena de alguien muriendo en un choque, un pibito descalzo en invierno pidiendo comida desde abajo, una puta llorando a los gritos mientras el fiolo le pega cachetazos. El silencio de la vergüenza ajena y de la propia que apunta con el dedo acusador y te dice “disfrutá lo tuyo, mirá para otro lado, hacete el boludo y olvidá, si podés”.
A veces el causante es el paisaje. El bondi hace un giro y entonces un amanecer o el ocaso de un día agitado vomita colores sin masticar y no hay palabra que lo melle. La luz pega contra el vidrio y todxs entran en una duermevela, en el sopor del cansancio y del hastío.
La autopista le da su clima más estable. Sin el ritmo aleatorio que le imponen los pozos de la ruta y de las calles, el asfalto de la Richieri hace que la marcha sea sostenida y el ruido del motor uniforme.
A veces, el silencio, por deseado que sea también es una carga, porque hay días en los que el desesperado necesita una palabra humana sin procesar que lo saqué del loop de la rumia y el desencanto. A veces el silencio tan deseado se vuelve una falopa enloquecida que se quiere dejar y no se puede, que es necesario llenar con voces de aliento y no sucede.
Bifronte, el silencio de viaje es como la felicidad, el azar y la guita olvidada en el bolsillo de un jean. Nunca está cuando lo necesitamos y aparece cuando menos se lo espera. Claro está, nunca en la medida deseada.