Sería una guachada decir que en otros tiempos se vendían orquídeas transilvanas o amapolas de Ceilán. Siempre fueron rosas y claveles, y el estatus del regalo digamos que lo daba más la cantidad que su rareza, pero los tiempos cambian. El merchandising amatorio, también, en especial si no hay un mango.

Recuerdan aquellxs de buena memoria que antaño, para el día de los enamorados, se acababan los turnos en telos y las flores triplicaban su precio porque, como bien sabemos los fuleros, no basta solo con el amor para ponerla gratis y no sentirse solo. Lo prueban miles y miles de rupturistas del amor, de despechadxs que devuelven cartas apasionadas y ositos de peluche pero nunca lavarropas, autos e inmuebles tasados en dólares a precio Dubai.

Pasaba lo mismo en los sexshop que, como los viveros, se frotaban las manos al acercarse el día porque vendían pitos y perlas anales a rolete. Ahora, si entra alguien a comprar preservativos, saben que deberán peregrinar para agradecer a la virgencita, que poco tiene que ver con el negocio pero pone el pan sobre la mesa.

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En la Argentina del amor devaluado los vendedores de flores corren la coneja cargando en el balde con agua porquerías y yuyos de cualquier color. Ramos mixturados con rosas de papel y margaritas arrancadas de la zanja. Claveles de plástico hurtados de un centro de mesa y calas teñidas de acuarela. Un clavel y un pico dulce a $500 para adolescentes primerizos que le manguean a papá y votan libertarismo porque no pueden comprarse jueguitos en Steam. $3000 por dos rositas raquíticas, paupérrimas, casi casi cancerosas, que ni aun interpretadas como gesto enamorado consiguen transmitir la pulsión sexualizada y erotizante de quien sabe que si compra eso no solo no la pone sino que se queda sin guita para viajar la última semana del mes.

La proliferación de ofertas vegetales en modo crisis preocupa a los consumidores masculinos que ignoran cómo satisfacer el imaginario de mujeres que lloran con Mujer Bonita los días de lluvia, las que quieren 3 hijos y una casita en Flores, vivir enseñando literatura eslovaca en un campus universitario de Portugal o simplemente aquellas que se postran a rezar ante el altar de la santa monogamia a cualquier coste. Se los ve, están ahí, tienen la voluntad de acercarse a preguntar pero no les alcanza, no tienen un billete.

-¿Viste cuánto sale?- me comenta uno en Constitución mientras pispeamos el precio del ramo de ortigas frente a un puestito improvisado

– Menos mal que a mi jermu le gusta más el Gancia que las flores porque para las dos cosas no me alcanza-. Mete la mano en la mochila y me muestra con carpa la punta de una botella de las chiquitas. Me guiña un ojo.

-Hoy me toca- aclara.

Se aleja con una sonrisa de feliz cumpleaños.

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Parece que unas cuadras más adelante, entre Brasil y Salta, alguien cruzó con el semáforo en rojo y ahora se pudre con el último sol del día. El embotellamiento se parece al de Cortázar y los bocinazos a un recital de punk ruso. A mi lado, junto a la fila, queda un Fiat Spacio con una parejita de no más de 20 años. Ella, divina, cara de culo. Él, igual. Tienen el volumen hasta la manija y las ventanillas bajas. Suena La Joaqui. Lo sé porque unos niñatos más adelante se ponen a bailar y la nombran. La piba del auto a santo de nada estalla en un mar de griteríos y le reclama que no le haya comprado nada. El pibe, a los gritos, le dice que el regalo es la salida. Ella le grita que a la hermana le mandaron un desayuno a la casa. El pibito mira al cielo como preguntándose si no es más saludable hacerse la paja. La piba amaga con bajarse del auto, abre la puerta y baja una pierna. Está furiosa, pero una horda de silbidos y piropeadas conurbanas la convence de valorar la seguridad del auto y se acomoda de nuevo. El pibe hace una mueca que se adivina mitad resignación, mitad arranque de segundo tiempo empatados en cancha propia. Sin bajar el volumen le pregunta que qué pasó, que por qué no se fue. Ella lo putea y se cruza de brazos. Él le dice con una sonrisa socarrona que por qué no nos pide a nosotros que le regalemos un desayuno. Un tipo de la fila se acerca a la ventanilla y le habla a ella, que se asusta de la caripela

-No te conviene, reina, hoy metí un mate cocido solamente.

El auto avanza unos metros. Ella sube el vidrio. Prefiere el calor a fumarse las propuestas.

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Los barcitos de San Telmo están llenos de extranjeros. Los que no lo son, los acompañan, o son los guías, o los amigos, o los parientes o los que pretenden esquilmarlos porque al precio que están tragos cualquiera se prostituye al nivel que sea, en especial un día como este en los que por obra y gracias del capitalismo global la muchachada se siente más sola que de costumbre.

Una pareja de turistas de algún lugar indeterminado visten iguales, una especie de piyama como el que Messi hizo famoso, pero rojo con corazones multicolores. Dan ganas de sacarse los ojos. Están sentados en unas mesitas de la calle, sobre Estados Unidos y Bolívar. Se los nota bebidos y alegres. Pagan dejando sobre la mesa un billete de u$d 10 de propina cuyo verde cipayo transmite una prosperidad de neón. A las mozas no les dan los pies para agarrar la guita no porque se peleen entre ellas sino porque saben que cualquiera se los manotea al trotecito. Les ofrecen, generosas, repelente de mosquitos, como quien honra al mesías con incienso y mirra. Desconcertados y divertidos, se dejan rociar como si fuera parte de un ritual autóctono producto de la devoción de los nativos por los turistas de allende la frontera primermundista, es decir, blanca, propietaria y en lo posible, europea, no sea cosa que les caiga un boliviano.

Pateo en la misma dirección que la pareja de turistas así que los sigo unos metros más atrás. De pronto, él le toca el culo. Ella se queda quieta, lo mira, roja, rojísima. Él le sonríe. Ella lo toma de las solapas del piyama y en la esquina, contra las rejas de una casa de antigüedades que vende juguetes peronistas circa años 40, le pega un chuponazo padre que rosa la violación. Él le dice en un perfecto inglés de Cambridge que, en Sheffield, eso no lo hace. Ella, en el peor argentino de la historia le contesta

Caiate, bouludo.

Ríen.

El amor está en el aire, como la inflación.