No podía no pasar…otra vez. Son las 10 de la noche y aun así hacen treinta y pico de grados. Hay una cuadra de cola esperando el colectivo. En el lapso de tiempo en que debían pasar 3 no pasó ninguno. Los ánimos están caldeados. Por mucho menos le cortaron la cabeza a los reyes de Francia o derrocaron a Batista. La falta de morfi los primeros años de vida, el abuso de sustancias variopintas y una pobre formación en praxis política deja a la mayoría lejos de cualquier aspiración reivindicatoria. Al llegar el bondi un grupo de gente bebida acusa a otro grupo de gente bebida de querer colarse. No queda muy claro si es cierto o no. Se carajean de tal forma que haría que cualquier lingüista, semiólogo o estudioso del castellano medianamente competente sufriera una erección, es decir, sin consonantes. Se adivina el insulto más por el tono que por las palabras propiamente dichas. He aquí -pienso- la apropiación creativa del idioma de nuestro señor el rey de España, Dios lo tenga entretenido en sus matufias familiares y no lo suelte. Suben ellxs y subimos el resto. Siguen bardeando. Como amenazan con cagarse a palos arriba del bondi tenemos que esperar veinte minutos largos para que el chofer se digne a salir.

El grupo uno, llamémosle Amigos de las islas Trobriand, se compone de 4 individuos que portan las vestimentas prototípicas del llamado pibe chorro. Cada uno porta una botella de plástico con su respectiva bebida ceremonial que sirve tanto como ventana al transmundo como para apaciguar la sed y el calor. Lo último puede ser puesto en duda porque tiene pinta de estar entre tibia y caliente. En algunos lugares le llaman Fernandito, forma conurbana y accesible del Fernet con coca. Los ojos de los 4 no dejan lugar a dudas, la ceremonia viene de hace rato. Son los que iniciaron la gresca. Tienen una edad indeterminada mitad porque el estado etílico les deforma la jeta mitad porque están curtidos y resecos de sol.

El grupo 2, al que llamaremos, Samoa futbol club, está compuesto por 3 mujeres que no superan la treintena. Las 3 llevan camisetas de equipos de futbol del ascenso. Solo reconozco la deportivo Midland. Una lleva un bebe que no para de tomar la teta. La del bebé huele a porro prensado, las otras a alcohol. La del bebé está en tan mal estado que uno se pregunta cómo alguien estuvo dispuesto a reproducirse con ella, pero si uno se curó la virginidad sin poner un peso cualquiera puede legarle sus genes al porvenir sin ponerse colorado. El cuarto integrante -no sumo al bebé- es, de todos, el más colocado. Está rabioso, invadido de ira. Quiere ir al fondo a pelearse con los Amigos de las islas Trobriand. Las flacas lo insultan para que se quede callado mientras carajean a los otros con las mismas vociferaciones inentendibles que le censuraban a su compañero. Van todxs sentados muy cómodos así que a simple vista no se sabe cuál es el problema. Es una disputa de honor, de dignidad plebeya se diría. En algunos lugares, que te primereen el lugar en la fila es más grave que no tener para comer, que te metan los cuernos o que algún pariente hable bien de Larreta.

Un pasajero habitual, el gordo Motoneta, contiene al alucinado del Samoa futbol club con una mano amiga pero firme sobre su hombro. El loquito intenta pararse pero no le da el cuero. La mano del otro lo comprime al asiento. Un poco más de presión y lo transformaría en diamante, pero difícil que el chancho chifle. El gordo Motoneta y sus amigos son la ley de la línea 96. Suben y se bajan en Laferrere. En cualquier escenario climático los tipos usan un chaleco del sindicato de camioneros con la inscripción “Perón inspiración, Moyano conducción” no se lo deben sacar ni para cagar. Motoneta mide más de dos metros y pasa largamente los 100 kg. Achinado, cara de pocos amigos. Él y sus amigos distribuyen el conflicto social al interior del microcosmos que es un bondi. Decretan el inicio y el fin de cualquier discusión, ordena cuál será el trayecto (como la vez que obligaron al chofer a desviarse 10 cuadras para dejarlos justo justo donde se congregaba la hinchada de Laferrere), o la vez que obligaron a otro chofer a tocar bocina durante una hora y media en una protesta antimacrista allá por el 2018. Ningún punga roba cuando viajan ellos, nadie le toca el culo a las mujeres ni eyacula en sus espaldas. Si ellos te sugieren dar un asiento a una vieja o a una embarazada, mejor es no pensárselo mucho. Por cuestiones de salud odontológica más que nada. Tienen sus días de borrachera, pero el Gordo Motoneta, igual de borracho o drogado que ellos, los llama al orden porque es un primus inter pares, el Agamenón de unos aqueos morochos, el Jasón de unos argonautas matanceros.

Hoy va solo. No le hace falta armada, custodia, ni nadie que lo secunde. No responde a los insultos de los Amigos de las islas Trobriand ni se engancha con las vociferaciones de las pibas del Samoa futbol club. Sabe que son cacareos de gallitos. Solo le preocupa el pibito que trata de zafarse de su mano. En el bondi viajan cuatro policías. Dos están de civil y se hacen los boludos pero todxs sabemos lo que son. Las caras los venden. Los otros dos son mujeres. Van de uniforme. También se hacen las boludas, pero de poco serviría que intervengan. Les falta mucha polenta. Lo único en ellas que impone respeto visual es el chumbo. Una flaca con pilcha de enfermera les pregunta si no correspondería que hicieran algo. Una de ellas le dice

-Chupala, hace calor.

Quizás por el griterío el bebé que mamaba se pone a gritar como desaforado.

-No hay más guacho, no hay más -le dice la madre mientras guarda la teta. No se lo dice mal pero mis modales progres me sugieren que podría decírselo con algo más de ternura. Como no doy de mamar, mejor no opino. Otra de las flacas no para de escribir en el celular. A veces manda audios, pero como voy parado y apretado contra el vidrio de la puerta del medio no puedo girar la cabeza. El calor condensa el aire y un menjunje líquido de tizne corre desde el vidrio a mi cachete. El aire huele a vómito, transpiración vieja y humo de camión. Para amenizar el viaje, EL colectivero puso un compilado de cumbia romántica tipo Mario Luis y Dalila.

Los Amigos de las islas Trobriand se calman cuando uno de ellos vomita en el pozo de la puerta de atrás. Parece que eso les cortó el mambo. El loquito charla amablemente con el gordo Motoneta. Incluso, cerca del mercado central, se pone a llorar.

-Uh, loco, que puto saliste- le grita, de lejos, una de sus amigas del Samoa futbol club. Terrible error. Anoticiados de la debilidad ajena los Amigos de las islas Trobriand lo verduguean y descansan a más no poder. Incluso el que estaba vomitando corta lo suyo y lo trata de pito corto y tragaleches. Otra vez se quiere parar, movimientos bruscos, empujones. La multitud que está en el medio va para un lado, luego para el otro, el colectivo frena, arranca, frena, arranca. Así 45 minutos por un segmento de camino que se hace en 15.

Al llegar a la estación de Laferrere, el acabose. Al abrir las puertas, lo que parecía un gentío común y corriente esperando la llegada del colectivo se convierte en una turba iracunda. Cuando se abren las puertas en lugar de bajar la gente sube una patota de 10 tipos con gravísimos problemas cromáticos. Uno de ellos es el marido de una de las del Samoa futbol club a quien le avisaron por teléfono del conflicto y se trajo unos amigos. Pregunta quiénes son a los gritos. Las del Samoa futbol club señalan a los Amigos de las islas Trobriand. El loquito ve que el Gordo Motoneta está distraído, se suelta, pone un pie en el respaldo del asiento y se tira cual clavado olímpico sobre la multitud tirando piñas y pataleando. La batalla es total, todos contra todos, implicados, no implicados, los de arriba, los de abajo. El gordo Motoneta reparte a quien tenga cerca, la del bebé, con el pibe en brazos, tira manotazos. La criatura llora desvencijándose las cuerdas vocales. Los policías tratan de bajar pero solo uno lo consigue. Una de las milicas recibe un piñón asesino en las tetas pero la otra la agarra y se la lleva para adelante. Estoy justo en una frontera imaginaria que separa la zona de conflicto de los no combatientes. Me hincho las pelotas y empiezo a escupir y a empujar a diestra y siniestra como si estuviera en un recital de Gatos Sucios en los años 90. Junto todos los mocos que puedo, agradezco mis veinte años de fumador por la mano que me dan. Tiro patadas y piñas a todos los que están de espaldas porque, aunque harto, no dejo de ser un cagón. La inercia misma del conflicto hace que la cosa se traslade hacia abajo. Me empujan, pero me agarro del gordo Motoneta que de un tirón me acomoda contra el vidrio y por alguna razón que desconozco no me surte. Hay un patrullero en frente, en la puerta de la estación, pero los milicos están tomando birra, tienen las latitas sobre el capot. En algún momento el colectivero entiende que es su momento y sale arando. Se lleva puesto los espejos de unos autos estacionados como el orto. Abajo queda gente que no tenía nada que ver y debería estar arriba, pero a nadie le importa salvo a ellos. Todos queremos irnos al carajo y que Dios elija a los suyos. Arriba quedan dos de los Amigos de las islas Trobriand, el que vomitaba, impoluto, y otro más, medio ensangrentado, que se clava unos tragos de Fernandito caliente para enjuagar el garguero. Escupe ahí, en el pasillo, esa cosa negra mezclada con sangre. No se preguntan por la suerte de sus compinches. Hay una vieja a la que le dieron una patada en la cadera, pero no quiere ir ni a la salita de primeros auxilios ni a la comisaria, solo quiere llegar a su casa.

-Menos mal doña- le dice el colectivero – porque si la llevaba la dejaba sola ahí, hoy es el cumpleaños de mi señora.

Le agradezco al gordo Motoneta haberme agarrado. No me registra. Solo se queja de que algún hijo de puta le escupió la nuca. Se pasa la mano y se la mira con asco. Le cuelga una gelatina marrón. Pongo cara de

– ¡Qué barbaridad!

Me voy para el fondo.

En un semáforo el colectivero frena de golpe. Rueda, en mitad del pasillo, un chupete manchado de sangre.