Procastino la escritura porque lo que leo cuando escribo son fantasmas y espacios vacíos repletos de presencias.

Hago otras cosas. Me excuso ante el espejo con aquello del trabajo, con aquello de que hay que cortar el pasto, bañar al perro, aspirar debajo de la alfombra. Me miento con la música al máximo volumen para que ni una coma me traiga a los oídos una voz de mujer, el ruido de un timbre, el ringtone de un teléfono perdido.

Adquiero una disciplina de trasnoches inútiles para que al sentarme en el colectivo, si hay suerte, no me venza la rumia sino el sueño.

Ya estoy viejo para drogas de olvidos, pero si tuviera el cuero nuevo no dudaría en doparme hasta que el sueño sea el sueño de otro sueño entre los sueños.

Cada palabra traza un límite, un ecuador que separa lo que está de lo que no. Agustín, allá, en Hipona, escribió hace milenios que un signo es algo que está en lugar de otra cosa. La palabra es eso. Un recuerdo codificado, un enigma, deíctico doloroso que señala lo que se nos ha negado.