Tengo una amiga desde hace varias vidas atrás. Hace rato que no está en pareja y para evitar que reincida con un chongo policía le compré un juguete sexual por su cumpleaños. Hay confianza para eso. Voy buscarlo. Es un sex shop de la calle Maipú, dentro de una galería. Me había parecido raro que al googlear la dirección el sitio web hablara de “video cabinas”. Pensé en Michael Foucault que solía frecuentar en los setenta los prostíbulos para homosexuales sadomasoquistas de California y en dónde, sugieren algunos estudiosos, germinaron sus ideas sobre la naturaleza del poder. No sería de extrañar, el poder primero te pega y luego te coge. Pero tengo la impresión de que esos antros son demasiados sofisticados para nuestra idiosincrasia medio mojigata y nuestra economía medio pelo así que no los doy por viables acá en la pampa húmeda. Seguro que le chingo y seguro que por eso sigo pobre.

Son las 5 de la tarde. La temperatura araña los 30 y recién es octubre. La ciudad está cubierta, atravesada por el humo de los incendios del delta. Salvo para hacer el comentario a nadie le importa un carajo. Mambo de sojeros con el pito corto, dicen. Que quieren llamar la atención, dicen. La cosa es que la galería está desierta. Es oscura y fresca. Cerca del fondo está el local. Vidrios cubiertos con un ploteado crema y la imagen de unos labios femeninos difuminados. El cartel de la puerta dice sex shop y debajo repite: video cabinas.

Paso. El lugar está pintado de un blanco furioso iluminado por unas dicroicas ubicadas en los rincones. Hay un entre piso con exhibidores. Las paredes están cubiertas por cientos, miles de películas porno de todas las categorías temáticas imaginadas por el deseo humano. Algunas incluso tal vez requiriesen la intervención de la sociedad protectora de animales pero no soy quién para juzgar, a mí de pibe me calentaba La Sirenita de Disney, la de antes, la blanca y pelirroja. La de ahora, negra y castaña, qué va, también. Pero no es el tema.

Adentro hay cuatro tipos. Uno en la caja, un viejecillo con pinta de no desentonar para nada ni en un geriátrico ni en una tumba; y dos tipos más. Deben rondar la treintena, son morochones, de piel curtida por el sol. Uno debe medir 1,90. El otro es más bien petiso. No parecen tener relación. Cada uno lleva varias películas en la mano. Se acercan al mostrador, el primero dice algo, el de la caja le da una llavecita y el tipo enfila para una escalera que desciende. El segundo, lo mismo. Del túnel sale una luz roja tenue que contrasta con el blanco furibundo.

Mi turno. Le digo qué compré. El tipo hace su control administrativo y me ofrece varios colores posibles. Elijo. Es súper amable y parece que tiene ganas de hablar. Se llama Martín, me dice que me regala la pila que necesita el juguete porque los kioskeros son unos hijos de puta que te cobran cada una $300 cuando la pagan $50, que él sabe porque compra 2000 pilas al mes para el negocio y al por mayor son más baratas. Me cuenta, como todos, que la cosa está durísima, que se vende poco, que es importador y que encima que no le entra mercadería la poca que tiene debe venderla a precio dólar y no se la compra nadie. Me dice que es una pena porque la calidad es de primer nivel. Me muestra vibradores que se conectan por Bluetooth y vibran al ritmo de la canción que elijas, articulados, biónicos, símil piel humana, que se controlan con el celular o que pueden usarse para los sitios pornos interactivos. Tiene ahí, a la mano, unos penes monstruosos de medio metro y el grosor de un brazo. Dice que en otras épocas se vendían bien pero ya no tanto. Saca un catálogo y me muestra fotos de unas muñecas hiperrealistas que solo trae por encargo a conocidos y que valen medio millón de pesos. Hay algunas sospechosamente loockeadas como menores de edad pero dudo que ameriten una denuncia. Me muestra unas más accesibles pero por el aspecto sería más erótico garcharse un tacho de basura. También tiene una vitrina con varias vaginas plásticas, con vello púbico, sin vello púbico, con o sin clítoris, blancas, negras, de colores fluo. Tiene una, incluso, que se llena con agua caliente para que la sensación sea lo más natural posible. Todo un universo.

Martín tiene facha de tipo común y corriente, cuarentitantos, anteojos, pelo corto, barba del día. Pasa por papá de uno de los compañeritos de jardín de tu hijo o por profesor de introducción la literatura checa en Filosofía y Letras. Está en esto desde siempre. Nunca laburó de otra cosa.

Me presenta al viejecillo, Hugo, cliente de toda la vida, dice. Viene seguido a hacerle compañía y a charlar un rato. Nos saludamos moviendo la cabeza. El viejo toma café en esas tacitas diminutas de bar del microcentro.

-Cada vez más miserables che, ni para un buche- se queja mientras mira el pocillo vacío. Se queda mirando un punto fijo en la pared de películas. Uno no pensaría que el señor con pinta de abuelito tierno frecuenta desde siempre antros como este pero Videla también tenía aspecto de viejecito inofensivo y ya vimos. Mi abuelo vivía frente al club Deportivo Lamadrid, en Mataderos. A la hora de comer mi abuela me mandaba a buscarlo porque el viejo se colgaba jugando a las bochas y timando a sus amigos con las cartas. Imagino que no mandan a ningún infante al grito de

-Andá a buscar al Zeide al porno shop de acá al lado que debe estar probando argollas de caucho y viendo porno queer.

No, no creo que pase.

Le pregunto a Martín por las cabinas. Me da curiosidad, morbo, qué se yo. Se sonríe. Parece que toqué una fibra, un botón secreto o algo así porque saca a relucir su vocación de vendedor de autos usados. Imposta una sonrisa de oreja a oreja. Es de esa gente que te convence hasta de votar a Milei, uno de esos tipos por los cuales algún sabio acuñó la expresión “te vendió un buzón”. Me dice que puedo alquilar por 15, 30 o 45 minutos. Puedo elegir 3 películas. Cada cabina -hay 5- cuenta con un reproductor de dvd y una televisor led de 32 pulgadas. Hay una caja de carilinas y un tacho de basura. Junto a la puerta un bañito.

-Todo desinfectado, agrega.

Como en un hotel alojamiento te avisan cuando se acerca el fin del turno. Salís, Martin mira que no haya un enchastre muy excesivo, pagás y te vas. Son individuales, me aclara, pero por el gesto que hace luego queda más que claro que por un módico estipendio puede hacerse el boludo.

Me ofrece un turno de gentileza. Agradezco pero no acepto el convite. Cuando me voy me da la tarjeta del lugar y me invita a volver. Me da la mano. Le respondo por educación. Al salir recuerdo que a dos cuadras está la iglesia de Santa Catalina. Me tienta ir a darme una enjuagada con agua bendita. Al pedo, tengo alcohol en gel. A la larga, es más barato.