Viajar lejitos

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Hay gente que cuando sube al colectivo le dice al chófer “hasta la capital”. Gente que no viaja seguido, que rara vez se mueve más allá de su pueblo, su ciudad, su partido. Gente que se viste con lo mejor que tiene porque es una ocasión fuera de lo común viajar durante horas como un cerdo para ver cómo el horizonte dibuja la línea de la General Paz.

Fotis

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Voy parado. El pibe que tengo sentado en frente ve fotos que su novia en pelotas le está enviando en este momento. Por ahí no es su novia, por ahí es su amante o una amiga del curso de catequesis, no sé, no viene al caso. Figura su nombre, apellido y teléfono. Estoy tentado de decirle al pibe que sea un poquito más recatado pero quedo en evidencia. No estoy haciendo esfuerzo alguno por ver, simplemente el pibe opera su aparatito como si estuviera solo en el mundo. No me puedo mover de donde estoy porque estoy rodeado y el bondi va hasta la re manija.

Un sueño

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A veces me tomo el 159 en Paseo Colón para ir a la facultad. El cartel dice B/G. Le dicen “la blanquita”. Tiene un servicio semirapido que te arranca la cabeza con el boleto y un servicio común que hace lo mismo y además te hace un city tour. En Sarandí, sobre el acceso sudeste y la calle Dr. Hector Sander hay una plaza.

Cristina

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Ayer a la noche era un re buen momento para que Cristina dijera “me mandé un montón de cagadas, es cierto, pero la monada morfaba seguido, llevaba a sus pibes a la plaza y cada tanto a un mc donals. Mucha de mi gente se la llevó en pala, pero a la clase media no le faltaba el gas ni el agua. Me hice la boluda con muchos derechos humanos pero a otros los instauré por primera vez en la historia.
Los historiadores juzgarán mis grises. Para ustedes ya está el veredicto.” Ahí se hubiese convertido en la política más importante en la historia del país.
Lástima, la dejó pasar.

Acá se aprieta fuerte

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Viernes. Hace dos semanas. Volvía tarde, tipo una de la madrugada. Estaba en Congreso. Cuarenta minutos de espera. Llega el 86. Medio vaciongo. Me siento de espaldas al chofer, mirando al resto del pasaje. La cosa estaba medio fresca así que me acurruco. Me duermo a los treinta segundos. Me despierto en Laferrere, me palpo, tengo todo. Genial, no me afanaron mientras roncaba. Me limpio la baba, me arreglo el pelito.

Cortina

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Sábado. Llovizna. Vengo de trabajar. Son las 9 de la noche. Hace cincuenta minutos que espero el colectivo. Estoy en una parte de la fila que no me garantiza un asiento arriba del bondi. Cuento la gente pero siempre cae un primo, un amigo, una embarazada con cinco pibes, dos discapacitados, alguna vieja con una enfermedad terminal. Atrás mío hay varias decenas de personas.

Idiomas

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San Telmo. En un época, tierra de cullireros. Hoy, solar pintoresco para hostels de turistas del primer mundo que buscan esparcimiento cómodo y barato en una zona donde el metro cuadrado vale lo que el riñón de una top model. Lindo, mugroso, ni tan alejado del centro y a pasitos de Puerto Madero donde se puede ir beber con glamour y de la villa Rodrigo Bueno, donde se puede comprar una falopa de cuarta.

Aspecto

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En ocasiones nuestro aspecto marca lo que nos pasa, no digo que lo determine, pero sí que lo condiciona. Bien lo saben los pibes morochos de gorrita, los policías, los discapacitados, los zombies y las flacas que son entrevistadas por pelotudos como Nicolás Repetto, que siente por las feministas el mismo respeto que Simón de Monfort por los albigences.

¿Mutatis mutandis? – Andén 89

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Esteban Bullrich, primer ministro de educación del gobierno de la coalición Cambiemos, dijo en septiembre de 2016 que la función del sistema educativo argentino era la de crear generadores de empleo o, en su defecto: “Crear argentinos que sean capaces de vivir en la incertidumbre y disfrutarla”. Es innecesario ahondar en el tinte ideológico detrás de lo que dijo. Bullrich está lejos de ser un pensador penetrante, pero el espíritu de su comentario no es distinto a algo que hace notar Deleuze en su postscriptum sobre las sociedades de control: los políticos hablan de reformar (o cambiar) esto o aquello, pero saben que el mundo tal y como lo conocieron nuestros padres y abuelos está acabado. Gestionan la agonía. La incertidumbre, entonces, habrá de ser nuestra moneda de cambio en los tiempos por venir. ¿No lo es ya? ¿Desde hace cuánto? ¿Cincuenta, sesenta, doscientos años? No quedan certezas ni saberes inamovibles, esos resabios de la modernidad. No quedan, fruto de lo pos y la muerte de los ismos, refugios duraderos en los cuales cobijarnos con seguridad de la intemperie del cambio, aquel que no suele tenernos en cuenta.

Argentina potencia

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Te dicen “¿Por qué vienen a estudiar gratis a la Argentina?” bueno, la respuesta está en la pregunta, es decir, porque es libre, laica y gratuita. Pensalo en estos términos si querés, somos tan pero tan capos que armamos este sistema en 1918 y con eso sentamos las bases de una de las clases medias más amplias de toda América Latina. Eso en ese momento no se veía pero era una transformación invisible posta, no la que le venden a la gilada.

Abuelos

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Uno de mis abuelos era polaco. Polaco, polaco, de esos que suelen nacer en polonia, como suele ocurrir con los polacos. Era de todo menos rubio y esbelto. Descendía, pues, de una estirpe de judíos cagados de hambre. Los que pudieron se subieron a unos barcos y los que no, tuvieron un problemita, digamos que domiciliario, en Auschwitz.

Frente a frente

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Frente a frente con el falocentrismo heteropatriarcal cisnormalizador de corte esteticista” pienso mientras una flaca en musculosa se agarra del caño y deja ante mis ojos su axila poblada y frondosa de pelos. En ellos tiene unos manchones blanco-metálico como si se hubiese puesto eficient en spray bajo el brazo o esos desodorantes a bolita chinos que valen cinco pesos, que te dejan un menjunje gelatinozo y tienen olor al delta del Chang Jiang. Lleva un vestido lindo, de colores, tal vez un poco corto para un 96 que va hasta las pelotas. No porque la vayan necesariamente a embarazar sino porque el primero que se enganche con él la va a dejar literalmente en pelotas. Lo único que nos separa es mi mochila. La tengo puesta de frente.

Hincha

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Pegué un asiento sobre un caño, cerca de una de las tomas de aire acondicionado del colectivo. Hay olor a trapo de piso húmedo. Sale del aire. La señora que tengo a mi izquierda todavía no tiene afilado el arte de dormir parada. Cada tanto se le aflojan las rodillas, medio que se desploma, vuelve en sí justo antes de estamparse por completo contra mí y sigue dándole al ojo. Del otro lado tengo a un gordito que debe ser zombi porque nada vivo puede despedir un olor como el que tiene. Parece limpito. Mira en su celular videos de reguetón con lesbianas o algo así.

Muchos

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Sube un viejo más cerca del arpa que de la guitarra. Como los ocho asientos de adelante están ocupados por gente que llena su vacío existencial reproduciéndose, el debate versa sobre quién debe pararse, si la que lleva al bebé de más edad o la que lleva al más pequeño.
Termina parándose un ciego al grito de “esto pasa por culpa de Alfonsín que aprobó el divorcio”.

Calor

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Por alguna razón están cerrados los accesos al subte c. Me hago pis. Paso por la estación de servicio de Independencia y 9 de julio. Hace tanto calor que no puedo llegar a Constitución. Me voy a la parada de Estados Unidos y Salta. Espero una hora y diez. No sólo me vuelven a dar ganas de ir al baño sino que tengo sed. Me olvidé la botellita de agua con gusto a cloro en la heladera del trabajo. Me duelen los pies y casi no tengo bateria en el teléfono.

Lo que queda de la furia

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La city se puso espesa, furiosa como nunca. Incluso en San Telmo, tierra de gente sin techo y extranjeros en plan bonvivant, se huele la estela de los gases lacrimógenos que trae el viento. Cuando voló la primera piedra no quedó ni el loro. Los barcitos hipster cerraron temprano, no sea cosa que la clientela se les mezcle. Por Estados Unidos hacia la 9 de julio están las primeras huestes replegadas. Todos tienen el garguero seco. Algunos celebran el triunfo de una batalla, otros lamentan haberla perdido. No queda muy claro cuál es el saldo final. Los restos están a la vista, pancartas, tetras tirados y montones de cascotes que nadie usó.  Las viejas en las puertas de los edificios conversan con los encargados.