Cortina

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Sábado. Llovizna. Vengo de trabajar. Son las 9 de la noche. Hace cincuenta minutos que espero el colectivo. Estoy en una parte de la fila que no me garantiza un asiento arriba del bondi. Cuento la gente pero siempre cae un primo, un amigo, una embarazada con cinco pibes, dos discapacitados, alguna vieja con una enfermedad terminal. Atrás mío hay varias decenas de personas.

Idiomas

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San Telmo. En un época, tierra de cullireros. Hoy, solar pintoresco para hostels de turistas del primer mundo que buscan esparcimiento cómodo y barato en una zona donde el metro cuadrado vale lo que el riñón de una top model. Lindo, mugroso, ni tan alejado del centro y a pasitos de Puerto Madero donde se puede ir beber con glamour y de la villa Rodrigo Bueno, donde se puede comprar una falopa de cuarta.

Aspecto

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En ocasiones nuestro aspecto marca lo que nos pasa, no digo que lo determine, pero sí que lo condiciona. Bien lo saben los pibes morochos de gorrita, los policías, los discapacitados, los zombies y las flacas que son entrevistadas por pelotudos como Nicolás Repetto, que siente por las feministas el mismo respeto que Simón de Monfort por los albigences.

Frente a frente

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Frente a frente con el falocentrismo heteropatriarcal cisnormalizador de corte esteticista” pienso mientras una flaca en musculosa se agarra del caño y deja ante mis ojos su axila poblada y frondosa de pelos. En ellos tiene unos manchones blanco-metálico como si se hubiese puesto eficient en spray bajo el brazo o esos desodorantes a bolita chinos que valen cinco pesos, que te dejan un menjunje gelatinozo y tienen olor al delta del Chang Jiang. Lleva un vestido lindo, de colores, tal vez un poco corto para un 96 que va hasta las pelotas. No porque la vayan necesariamente a embarazar sino porque el primero que se enganche con él la va a dejar literalmente en pelotas. Lo único que nos separa es mi mochila. La tengo puesta de frente.

Hincha

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Pegué un asiento sobre un caño, cerca de una de las tomas de aire acondicionado del colectivo. Hay olor a trapo de piso húmedo. Sale del aire. La señora que tengo a mi izquierda todavía no tiene afilado el arte de dormir parada. Cada tanto se le aflojan las rodillas, medio que se desploma, vuelve en sí justo antes de estamparse por completo contra mí y sigue dándole al ojo. Del otro lado tengo a un gordito que debe ser zombi porque nada vivo puede despedir un olor como el que tiene. Parece limpito. Mira en su celular videos de reguetón con lesbianas o algo así.

Muchos

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Sube un viejo más cerca del arpa que de la guitarra. Como los ocho asientos de adelante están ocupados por gente que llena su vacío existencial reproduciéndose, el debate versa sobre quién debe pararse, si la que lleva al bebé de más edad o la que lleva al más pequeño.
Termina parándose un ciego al grito de “esto pasa por culpa de Alfonsín que aprobó el divorcio”.

Calor

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Por alguna razón están cerrados los accesos al subte c. Me hago pis. Paso por la estación de servicio de Independencia y 9 de julio. Hace tanto calor que no puedo llegar a Constitución. Me voy a la parada de Estados Unidos y Salta. Espero una hora y diez. No sólo me vuelven a dar ganas de ir al baño sino que tengo sed. Me olvidé la botellita de agua con gusto a cloro en la heladera del trabajo. Me duelen los pies y casi no tengo bateria en el teléfono.

Lo que queda de la furia

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La city se puso espesa, furiosa como nunca. Incluso en San Telmo, tierra de gente sin techo y extranjeros en plan bonvivant, se huele la estela de los gases lacrimógenos que trae el viento. Cuando voló la primera piedra no quedó ni el loro. Los barcitos hipster cerraron temprano, no sea cosa que la clientela se les mezcle. Por Estados Unidos hacia la 9 de julio están las primeras huestes replegadas. Todos tienen el garguero seco. Algunos celebran el triunfo de una batalla, otros lamentan haberla perdido. No queda muy claro cuál es el saldo final. Los restos están a la vista, pancartas, tetras tirados y montones de cascotes que nadie usó.  Las viejas en las puertas de los edificios conversan con los encargados.

Ella

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La veo desde el colectivo. Cruza el asfalto con la parcimonia de quien se sabe dueña de la calle. Errática pero veloz. Le adivino el origen. El puesto de choripanes que a toda hora cocina una pumarola y a toda hora da alvergue a quien no tiene donde ir, o no lo recuerda o no lo tiene muy en claro. Viene de ahí y como todos allí escapa del agobio del calor. El puesto tiene por techo una lona azul que alguna vez fue un banner electoral de Mario Ishi, uno de esos barones del conurbano de idelogía líquida y moral tirando a precaria.

Cumbias y merengues crueles, otra vez

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Áspero está el sol y áspero el ambiente. A las dos de la tarde el 96 es un volcán de gente que esperó una hora al rayo del sol. Maneja un pibe que debe tener, a lo mucho, veinte años. Está aprendiendo. Va con un acompañante que le dice “te pagan por llegar, olvidate del horario en diciembre. Hay piquetes, colas y quilombo. Vos, lizo y si alguien boquea de más, te conseguís uno de estos” dice, mientras saca de la mochila un pedazo de caño de dos pulgadas.

Viajecito

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Llego a la parada y se que va a ser un día arduo. Tres viejas. Una lleva 3 nenes de la mano. Otra se sorbe los mocos y escupe mocos verdosos ahí nomás de los zapatos de los otros. Una ultra obesa en bastón. Una mujer le revisa los piojos a su hijo. El colectivo tarda media hora en llegar. Cuando aparece viene hasta las bolas. Hay que ayudar a la ultra obesa a subir. Somos dos empujando, yo y un viejo con buena voluntad que no está en condiciones de empujar ni la cortina del baño y estorba más de lo que aporta. Apenas la movemos. Subo. Colectivero, mala onda. Me apoyo en un rincón que no es cómodo pero suma. Las veo de reojo. Dos embarazadas.

Viernes

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Viernes por la noche. La fila estalla. El ambiente no está caldeado pero podría estarlo. A veces basta tan solo una chispa. Bien lo saben los bosques y los gobiernos de derecha.
Subo. Soy el último en sentarme. Me queda el primer asiento, lado pasillo. Ninguna embarazada a la vista, nadie con chicos; tampoco viejos rotos. Por dentro ruego a los dioses que en las otras dos paradas que faltan antes de la autopista no suba nadie que me reclame el asiento. El colectivo va tan lleno que se desvía para no pasar por una de las paradas. En la otra se detiene pero no abre la puerta. El chofer se hace el boludo. Mira de reojo a la multitud. Uno de los de abajo arroja una botella de gaseosa abierta contra la puerta. Mientras arranca veo el menjunje de agua azucarada y tierra chorreando por el vidrio. Uno que va junto al chofer saca una lata de cerveza y la abre. El chofer le dice que no puede hacer eso, que lo compromete. -Uh, disculpá, le dice y se baja la lata de medio litro en un fondo blanco admirable. Pide permiso y tira la lata por la ventanilla en mitad de la autopista.

Peluches

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Parada del noventibondi. La cola llega hasta la esquina. Estoy bien ubicado. Aparecen en la esquina tres tipos saltando cada uno con un fernandito en la mano. Paran para vomitar y vuelven a saltar. Cuando una ambulancia está por cruzar O’brian se le paran adelante y no la dejan seguir. La ambulancia se desvía. Los pibes encaran para este lado. El olor a paco se les siente desde acá pero es distinto. Lo deben haber mezclado con glifosato o jugo Suin de naranja porque cuando entra en la nariz te deja picando las tripas.

Tierra de nadie

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¿Cómo explicarlo? En algún momento a los diseñadores de colectivos se les dio por introducir un espacio vacío de asientos en la mitad del bondi, cosa de apilar gente a lo pavote y que la monada se arregle sola. Lo que antes era un cubículo rectangular con asientos de un lado y otro ahora son dos territorios aislados uno de otro con un no man’s land en medio. Una primera sección con los asientos reservados y más allá, los montones.

Mingitorios

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Los baños de la estación siguen clausurados después de dos años. Si estás muy urgido te quedan los del primer piso pero tenés que patear una escalera larga y empinada. Suele estar a oscuras. Cuando llegás la cosa no mejora tanto, tenés un pasillo de durlock que huele a lavandina pura. A la izquierda las mujeres, a la derecha los hombres. Hay un tipo de seguridad privada en la bifurcación, justo en la puerta de lo que vendría a ser un baño para discapacitados. Raro que esté ahí arriba porque nunca anda el ascensor así que si tenés alguna necesidad mejor que tu silla de ruedas levite porque sino te cagás encima.

Caballo II

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Tomo el 297 rumbo a Merlo. Cuando aun no acabamos de salir de Pontevedra pasamos frente a un centro de verificación técnica vehicular o VTV, como le decimos en provincia. En frente hay un campito. En el medio hay un caballo, solo. El bicho salta y corre. Juega, se tira en la tierra bajo la llovizna. Se siente libre. Pobrecito. Ha sido reducido a creer que esa hectárea perimetrada con alambre de púas es lo más parecido al albedrío. Es casi un ser humano.