Final I

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Entro al final jugadísimo. No estudié casi nada. Lo poco que leí fue lo que me obligó a estudiar Elsa, mi acompañante terapéutica del trabajo. Me siento. Adelante esta el profesor. Doctor en comunicación en 45 universidades del mundo. Lo llaman de todas partes todo el tiempo para que hable sobre lo que sea. Un diario se gasea sobre la constitución nacional, lo llaman. Bill Gates desayuna café con leche, lo llaman. Me pregunta: -“¿por dónde querés empezar?”

Ego y consti

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Constitución. Frío destemplado. Agresivo, húmedo. Poca gente en la calle. Camino ligero. Está oscuro. Las chicas trans que corren la coneja semidesnudas me piropean el tiempo que tardo en recorrer la cuadra. Soy el único que pasa. Me dicen rubio, me dicen lindo, presuponen a los gritos que mi miembro es descomunal. Por un momento me levantan el ego. Después me doy cuenta que quieren comer caliente.

Iridio

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En la UNQUI hay una licenciatura en automatización. Gente que inventa cosas. Son como una secta. Pocos. Todos juntitos. La jeta metida en el teclado. No hay mujeres. Se sientan alrededor de máquinas y las ven moverse embelesados. Se les para, lo sé, padecí en otra vida el auto erotismo nerd. Me hacen acordar a los que se especializaban en lógica cuando estudiaba filosofía.

Pocho y la arpía

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Lo de siempre, Pocho no se llamaba Pocho y la Arpía no se llamaba, obviamente, Arpía. A los dos los conocí en el aeropuerto, mi primer trabajo en blanco, legal y semi esclavista. Pocho era un pibe de buena posición económica que coqueteaba con el guevarismo pero fue fiscal por el partido de Rodríguez Sara en las elecciones de 2003. Hoy es recontra trosko. Llegó a docente después de hacer un curso de panadero. Un campeón. Era un pibe simple. Simple de gustos, de ideas, de aspiraciones. Una actitud despreocupada de la vida que lo convertía en un imán para las mejores minas. No es que fuera particularmente agraciado pero la Arpía solía contarme que su miembro era una cosa monstruosa y descomunal. Los amantes suelen exagerar las virtudes de sus partenaires, es cierto, pero ella no era generosa con los halagos y además tenía un historial de muñecos volteados que era admirable.

Indignidad

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No hay nada más infame que un colectivero; nada más indigno, nada más pútrido y vil. No hay en el universo criatura en la que se manifieste la ausencia de dios como en esa figura en la que la maldad pura y destilada del género humano se sustancie con mayor patetismo. Cuando un ser humano elige para ganarse el pan ese oficio miserable, el horizonte de un mundo mejor entra en llamas, arde hasta morir y sus cenizas son esparcidas sobre un basurero.

Foto

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Mi mamá se encontró una foto mía trabajando en 1997. Fue un viernes. Ese día fui a hacer una reserva de visita guiada para mi colegio porque era el único que se movía por capital. No había gps. Caminé desde la recoleta hasta el centro cultural rojas porque no me quería gastar la plata del colectivo. Siempre fui un pijotero. Son como 30 cuadras. Esa noche trabajaba cerca de ahí en un cumpleaños de 15.

Reggaetón lento

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El chofer escucha música en su celular. Sorprende el volumen. Su lista de reproducción es por demás creativa. Reggaetón, cumbia remixada, folcklore en plan mix tape. En ese orden y sin pifiarle nunca. Un golazo. Lástima que con su actitud habilita al resto del pasaje a intentarlo. Solo recoge el guante una evangelista que le opone al reggaetón canciones en las que Cristo salva al mundo del mal, el café, la minifaldas, Marilyn Manson y el aborto. Se baja en Laferrere repartiendo bendiciones cada vez que pisa a alguien.

Se ponen la gorra

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Basta de decir que Macri ajusta y reprime, que Cambiemos ajusta y reprime. Ajustan y reprimen sus votantes. Ajustan y reprimen los 50000 que fueron a la marcha del otro día y salieron en cientos del lugares del país a cacerolear en su favor. Ellos ajustan y reprimen. Ellos, con nombre y apellido, los que dicen en la cena familiar que los votaron, tu compañero de trabajo que verduguea los cortes, tu contacto en redes sociales que pone fotos de la represión y se ríe. Ellos ajustan y reprimen y toman deuda externa y dejan sin laburo a la gente. Ellos, que se fueron a Cancún con el dolar barato y parasitario de Cristina, ellos que consumieron celulares a morir pero se quejaban de las antenas de DirecTv en la villa, los que pueden pagar un alquiler porque agachan la cabeza, los que viven lejos de la contaminación ambiental. Ellos son los que reprimen y ajustan. Y hay que hacérselos saber.

Verdugueo

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La cosa, con sus bemoles, es más o menos así: no le encuentran la vuelta y se siente en varios aspectos de la vida social. Ante la calle tomada, que en algunos casos devuelve imágenes y declaraciones repudiables, convocan a su propia marcha. Al principio lo hacen con una actitud timorata porque la calle no es su lugar natural. Sin embargo la realidad nuevamente los vuelve a sorprender, como cuando ganaron. Miles y miles de integrantes de la clase media salen a apoyarlos. No apoyan la democracia, ni los valores republicanos, ni el diálogo.

Postales de género

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Fila del colectivo. Constitución. Tiene que salir el último 96. Vengo de una clase que se llama Problemas de género e historia argentina. La mujer que tengo atrás le grita al celular. Me agacho para atarme los cordones. La mujer pega un alarido que casi me hace caer. Le dice a quien está del otro lado “te vas de mi casa. Estoy cansada de vivir así, discutiendo. Mis hijos no tienen por qué soportar nuestros quilombos. No nos vamos a poner de acuerdo. No voy a dejar de trabajar. No importa lo que me digas. Andate. Llego en dos horas. Quiero verte con las valijas en la puerta, pelotudo.” Cuando subo y me siento la veo. Es enorme, gigante, grandilocuente en sus formas y volúmenes. Un patovica lloraría por su mami si tuviese que hacerle frente. La recuerdo. Una vez viajé a su lado. Íbamos en el asiento de dos. No tuvo gentileza alguna en dejarme respirar. Me aplastó literalmente contra el vidrio. Tenía olor a caucho de gomería. No sé si seguir despreciándola por sus poca civilidad para viajar o admirarla por la posición terminante con su pareja.

Mata a tus ídolos – Editorial 87

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A principios de la década de los noventa, la banda norteamericana Guns N’ Roses promocionaba su disco Use for ilution con un curioso merchandising: la cara de Jesús de Nazaret junto a la frase Kill your idols (mata a tus ídolos). Si bien Durkheim postulaba que sin ellos no hay sociedad, la idiosincrasia nacional tiende a ir por esos rumbos toda vez que desde hace más de medio siglo no hacemos más que bajar del pedestal a toda figura, institución o rol político que otrora fungió de salvadora de la patria. La historiografía cascoteó las leyendas que constituían los próceres nacionales. Luego acabamos con el mito de las fuerzas armadas como reservorio moral patria. Más tarde, los jueces, la política partidaria, la iglesia, el periodismo. Hoy, los docentes. Nos encanta ver al ídolo de ayer caído por nuestra pedrada. Por eso tenemos una malsana fascinación con los cadáveres: los literales (Moreno, Perón, Eva, Aramburu, Rosas, Néstor) y los simbólicos (Maradona, Charly, Monzón, Menem). No somos capaces de convivir con lo que alguna vez amamos. En un movimiento continuo de acción y reacción, deificamos y condenamos al averno. No es que algunos de los portadores de esa prosapia no se lo merezcan, sino que es curioso que nuestras dinámicas sociales busquen de un modo u otro horadar las bases del prestigio de aquello que en algún momento nos ha guiado.

Cantar

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Hay quienes dicen que el canto libera al alma. Otros que si se reza cantando se reza dos veces. También se escucha por ahí que aquellos que cantan sanan las tensiones del cuerpo. Bueno, ¿saben qué? son unos jipis porque hace una semana que me cruzo con gente que canta en la parada del colectivo y arriba de él. Y lo hacen horrible, asquerosamente. Vos podés mover los labios con una canción que te conmueve, podés mover la patita, hacer que tocás la guitarra en el solo más complejo de la historia de la música cual guitar hero pasado de merca. Podés tocar la batería y el bongó símil ataque de epilepsia. Pero lo que no podés hacer es cantar como un poseso y torturar a los que te rodean porque o sos un pirado o un hijo de puta.

Levante

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Algún día habría que hacer un listado de las implicancias y simbolismos de cada uno de los asientos del colectivo. Hoy no es ese día. Lo digo porque en el viaje de la mañana tuve la suerte de sentarme. No en cualquier asiento sino en el primero, lado ventanilla. Legalmente uno debería cederlo. Pero la cosa es que pocos lo quieren. Es difícil entrar, es difícil salir, tiene poco espacio hacia adelante y el sol te pega patadas en los ojos. Te lo piden, obvio que lo soltás pero casi, casi no lo quiere nadie si está en condiciones de enrostrarle sus derechos a otro sentado en un lugar más cómodo.