Nenita II

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Subo al Roca. Me duermo. Tengo un sueño. Misma nenita del sueño de hace unas semanas. Escenario: La casa de una ex que no es exactamente ex porque no llegamos a ser algo con nombre identificable pero que ahora es ex porque la vida es como es. Así que para simplicar le digo ex? Bueno, la misma nenita, la misma casa. Mi ex? No está o no aparece, no sé. De última menos mal porque siento que si estuviera me cagaría a pedos. No ella sino su yo de mis sueños.

Tullido

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Paseo Colón y San Juan. Tres y cuarto de la tarde. Espero el 159BG a Bernal. La parada estalla. De un colectivo baja un pibe medio cascoteado de jeta, con muleta. Le falta una gamba. Por lo general los amputados tienen una parte del pantalón cortado o recogido o algo así. Este no. Le falta una gamba y la pierna del pantalón le cuelga y como hay viento se le mueve como un banderín de la costa. Cuando está por subir al cordón se pone a putear a un vendedor ambulante. El vendedor se le viene al humo.

Rememoraciones

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Uno puede extrañar muchas cosas, amores idos a medio parir, lugares del tiempo y el espacio en donde la felicidad nos dio una probadita de su cocaína mentirosa, perfumes que disparan un inside lloroso y maricón. Puede, incluso sentirse tentado a extrañar ciertas formas del dolor y el sufrimiento que uno se fumaba porque sarna con gusto no pica. Pero hay cosas que no pueden extrañarse ni aunque se trastoquen las leyes más elementales de la física. Gentes, lugares, situaciones que duelen incluso en plan de rememoración sadomasoquista. Una de esas cosas es, claramente, Constitución.

Nenita

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Secuencia de fiebre alta. Duermo como el culo. Sueño cosas. En realidad sueño varias cosas pero solo recuerdo secuencias con una ex. ¿ex? Bueno, ex, lo que se dice ex, no. Ex, es, pero no ex novia. Hubiese estado bueno pero la vida es como es. La cosa es que mientras vuelo de fiebre sueño que estoy en su casa. En su baño. Estoy duchando a una nenita de unos dos o tres años que no se deja lavar la cabeza y no para de gritar y reírse.

Dengue

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En cama desde el sábado pasado. Fiebre alta, dolor de articulaciones, nauseas, dolor de cabeza, desgano, dolor de garganta. Me quedo en acostado. Tomo cualquier porquería con forma de pastilla porque seguro no es más que una gripe barata. Me banco el dolor de cintura de tanto estar acostado porque otra no me queda. Llega el lunes, sigo sientiéndome mal. No voy a laburar. Ese día no la paso tan mal pero a la noche la tengo que parir. Mi vieja llama al médico de la obra social. Viene como a las dos horas, rápido teniendo en cuenta que vivo donde vivo.

Sobre la adultez (algunas anécdotas, una introducción muy pedante aunque no era la idea y un final horrible pero me encabroné y me fui).

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Al final de cuentas la adultez es una enorme decepción. Si hacemos números, nos preparan una veintena de años para ser adultos porque si tenemos suerte nos pasamos la mayoría de la vida siéndolo. Sin embargo, le ponen tanto empeño en predicarla que cuando llega no puede ser sino como una caja vacía sin regalo dentro.

Más allá de la juventudes extendidas que pueblan la reflexión psico y sociológica de los últimos tiempos -certera en algún punto- el culto a la adultez puebla los discursos más variados. Se espera que luego de cierta cantidad de tiempo uno se comporte de determinada manera, piense, sienta, sufra y ame «como un adulto» o como lo requiera la imagen idealizada de la adultez que cada cultura se arma en función de sus necesidades históricas, económicas, sociales, etc, etc.

Extrañar

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No nos detenemos a pensar lo que significa extrañar a alguien. Solemos vivir la vida con sus idas y vueltas y dejamos el extrañamiento por lxs otros para momentos límites tales como la muerte o el umbral de algún adiós prolongado. Luego nos acostumbramos y, con más o menos lentitud, volvemos a la cotidianidad en donde los otros, los idos, los partidos en su viaje, cualquiera sea, ya no cumplen el rol protagonista de nuestro extrañamiento. La vida misma sería un ejercicio más insoportable de lo que ya es si no pudiéramos abstraernos la mayor parte del tiempo de esos fantasmas evocadores. Su presencia constante es síntoma de locura. Su irrupción eventual, por incómoda que sea, acaso un signo de la cordura frágil para la que somos entrenados entre sudores y lágrimas.

Sebastian Bach

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Anoche una ex me escribe para comentarme los pormenores que descubre en una nueva incursión en la serie Gilmore Girls (¿¡¿?!?). Sí, mis ex son así. Me dice que descubre que uno que toca en la banda de un tal Lane es un músico famoso en la vida real y se llama Sebastian Bach. Me cagué de risa. Me cagué de risa porque la flaca araña los treinta y para ella los ’80 es algo de los libros de historia, porque no me imagino al cantante de una banda como Skid Row tirando diálogos ingeniosos pero improbables con Rory Gilmore. No me lo imagino normal, sin falopa, sin pose de rock’star ni me la imagino a ella tan dada a la lectura de Anatole France escuchando a ese carilindo pelilargo que tomaba de la misma ricarda con Axel Rose cuando Axel Rose era un señor peligroso y no esa tía abuela con sobrepeso que es ahora.

Vomitito

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Miércoles de marzo. Siete de la tarde. Calor. Humedad. Me siento mal desde la mañana cuando mientras estoy sentado detrás de todo, el chófer abre las puertas para que suban todos los que quieran. Tengo que darle el asiento a una chica enana que va con su hijo en brazos porque todos están dormidos. Hubiese hecho lo mismo pero me engancharon cambiando de canción en el celular. Mala mía. El sol me da en la jeta todo el viaje y siento el resurgir de los fideos medio crudos que me comí anoche.

Este mundo solamente romperá tu corazón

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Todos tenemos la experiencia del bucle mental, esa idea compulsiva a la que volvemos una y otra y otra vez sin solución de continuidad y que nos impide retroceder tanto como seguir adelante. Esa idea, asociada a prácticas determinadas, es quizás una de las características principales de la neurosis obsesiva. Un retorno a la niñez más primaria en la que el acto de la repetición fijaba conceptos. Eso que hacen los infantes que ven un millón de veces las mismas películas, los mismos dibujitos; que preguntan casi como en una conmoción mental «¿Y mamá? ¿Y papá» «¿y Candela? ¿Y la moto?». La repetición pavloviana como fijación y refuerzo de algo del mundo que nos ha interpelado y se afinca en el hondo bajo fondo eternamente sublevado.

Pájaros

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Llego a Bariloche. Espero el bondi 72. Estoy quinto. Tarda una hora en aparecer. Cuando llega la montonera se caga en la fila. No voy a ponerme a discutir. Subo casi último. Compruebo con sorpresa que Martínez Estrada tenía razón cuando escribía en Radiografía de la pampa que la inmensidad volvía salvajes a los hombres porque los que me zarpan el lugar son unos noruegos que en Noruega son hiper civilizados pero acá se comportan como cualquier infradotado del conurbano. El bondi, como no podía ser de otra manera, va hasta las pelotas o no tanto pero el quilombo de bolsos hace que no entre un alfiler. Quedo justo junto a una nena que no para nunca de hablar. Nunca pone punto a parte a su discurso. Habla y habla sin pausas y no por eso sin aflojarle a la prisa.

Pop!

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Es innegable que la música es parte consustancial de nuestra educación sentimental. No solo forjamos nuestra percepción amatoria de la realidad a través de los besos que nos dan y nos niegan sino que además lo hacemos tras el prisma de un imaginario social que nos dicta cuáles son las formas correctas en las que se ama o se sufre por amor. Tal es así que Nick Hornby, reflexionando sobre el impacto de la música pop en nuestras vidas, le hace preguntarse a Rob, personaje de su novela Alta fidelidad, «¿será que me gusta (el pop) porque soy infeliz o si soy infeliz porque me gusta?».

Norma

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El chófer hace señas. Pueden subir dos. Subimos diez. Voy fundido contra el vidrio de la puerta. Casi lo dejó ir pero en la parada había una veintena de personas y un ambiente de que la espera era para largo. Mala mía, en lo que tardamos en acomodar a la monada cae otro 96 semirrápido vacío donde se puede correr, jugar al paddle y dormir cómodo. Encima, tiene aire, la concha de dios.

Veranito

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Los veranos son una cagada. Siempre la paso mal. Desde chico. Como siempre fui un antisocial o como se dice ahora, un pibe con dificultades para entablar vínculos, mis únicos contactos con el resto de la humanidad se basaban en la obligatoriedad de compartir 4 o 5 horas diarias con mis compañeros de escuela. Entonces, en las vacaciones de verano, cuando ellos ya no tenían por qué soportarme, no veía a nadie. Leía como un enajenado bajo el calor impiadoso de un sol desatado.

Exilio

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Mi amiga Virginia se va del país. Se hinchó los ovarios. Tiene 33 años. Sobrevivió al menemismo. Sobrevivió a De la Rua. Sobrevivió a Duhalde. Sobrevivió al kirchnerismo. Pero con Macri se cansó. Si fueran solo ella y su marido, se queda en la trinchera. Pero ahora tiene una hija. Se van. Ella, su marido y su hija. No se va con una mano atrás y otra adelante, pero se va. Vende todo, deja todo. Deja a sus amigos, deja los laburos que tenía y con los que no llegaba a fin de mes. Deja a sus parientes, los lugares de su infancia, el recuerdo de sus amores y dichas que es, al fin y al cabo, lo que constituye nuestros amores y dichas presentes. Deja este país porque se cansó de todo.

La circularidad del tiempo 3 – confort

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Parada. Dos tipos, como de mi edad. Uno está taciturno, extraviado, con la mirada medio perdida, medio clavada en las palmeras podridas del refugio. Le habla al otro sin mirarlo. Contándole o contándose. Le dice -Me dejó. Es cierto que yo no me puse las pilas, pero no la cagué. Estábamos bien. Nunca me pidió nada. Yo nunca le pedí nada. Conoció a un pibe. Anduvo un tiempo con él al mismo tiempo que conmigo. Parece que el pibe apretó el acelerador y ella tuvo que elegir. Me lo dijo de frente. Una divina. ¿Qué le iba a decir, que se quedara conmigo?

Pecadorxs

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Los pecadores me cuentan cosas. Al parecer en algún momento de la vida desarrollé el talento de una escucha que otros asumen cómplice. Vienen y tarde o temprano vuelcan en palabras sus trapizondas, sus agachadas, sus infidelidades y pequeñas y grandes deslealtades. A veces ni falta hace, les saco la ficha y se dan cuenta. Me lo ven en la mirada. Criminales de la moral cotidiana se sientan frente a mí y narran.

Gris

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U no se hace grande y en ocasiones se vuelve un pelotudo. Olvida de plano el aspecto lúdico de la vida y entonces todos los días giran en torno a la tragedia de trabajar para vivir; o, como una suerte de Peter Pan u hombre menguante, cree que hacer cosas de pendejos mantiene a raya el paso de los años que se cuelan indiferentes en la balanza, en el espejo o en las mujeres y amigos que amamos y ya no nos llaman para navidad.

Mostro

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Línea 86, semirrápido por ruta 3. Me subo en Diagonal sur. Todos los asientos piolas ocupados. Previendo la subida de embarazadas, viejos y discapacitados me voy para el fondo, a un asiento de los de atrás de todo, junto al asiento del boludo, ese que está justo justo en el medio y que si frena de golpe salís disparado hacia adelante porque no tenés de dónde agarrarte. Por supuesto que, a diferencia de otras líneas más recoletas como el 12 o el 141, el 86 no tiene aire, así que sentarse donde lo hago es soportar el calor abrazador del motor contra la espalda.